A favor del mundo como debe ser, no del mundo como es. No es una consigna de los indignados. Es de Barack Obama, en su discurso sobre Oriente Próximo, pronunciado hace dos semanas y objeto de atención y polémica casi exclusivamente por sus palabras acerca de la negociación de la paz entre israelíes y palestinos a partir de las fronteras anteriores a 1967.
Estamos ante un giro desde el realismo que había caracterizado las relaciones
con las dictaduras hasta el idealismo que presidirá a partir de ahora la acción
exterior estadounidense hacia la zona. Por una ironía de la historia, se trata
de una modalidad del idealismo ejercido por George W. Bush, que pretendió
extender la democracia por el Gran Oriente Próximo desde el foco creado con la
invasión de Irak. Mientras que el idealismo activo de matriz neocon y
militarista de Bush se estrelló contra la realidad y empeoró las cosas, el de
Obama es sobre todo diplomático y reactivo, pues pretende acompañar el ritmo de
los acontecimientos. Y más que una nueva política exterior es un volantazo
obligado por las revoluciones democráticas.
La explicación de Obama es diáfana. Hasta ahora interesaba el combate contra
el terrorismo, frenar la proliferación nuclear, asegurar los flujos comerciales
y salvaguardar la seguridad de la región y especialmente de Israel; objetivos a
los que los europeos añadíamos el control de los flujos migratorios y la
garantía de los suministros energéticos. "Este statu quo es insostenible",
señaló Obama. Con humildad y sentido de la oportunidad histórica, Washington
ofrece un nuevo comportamiento, a partir de los intereses y el respeto mutuos,
no únicamente de una parte.
La nueva relación se basa en el rechazo de toda violencia y represión contra
los pueblos: de un plumazo quedan marcados los déspotas que ejercen la violencia
contra sus ciudadanos. Además, en un programa democrático que no tiene nada de
formal: no valen los pasteleos; la democracia no son elecciones tan solo, sino
instituciones, equilibrio de poderes y respeto a las minorías. Y finalmente, en
una atención política y económica, al estilo de la que Estados Unidos ha
prestado por dos veces a Europa, la occidental a partir de 1945, y la oriental
desde 1989, en este último caso con el protagonismo de la Unión Europea.
Esta última se ha movido con reflejos similares. Después de las vacilaciones
iniciales, cuando todavía se sostuvo a las dictaduras tunecina y egipcia, la UE
también está virando. Dos minuciosos documentos de la Alta Representante de la
Política Exterior relatan cómo será la nueva relación de los Veintisiete con los
países que pugnan o incluso combaten por su libertad, para ayudar a construir
sus democracias, conseguir un crecimiento sostenible y gestionar las relaciones
transfronterizas.
El marco institucional será la Política de Vecindad Europea, como los países
de Europa oriental que no pertenecen a la UE. El nombre del proyecto, pomposo
como suele ocurrir en estos casos, es el de Asociación para la Democracia y la
Prosperidad Compartida. Su objetivo, crear una amplia zona de libre comercio. Y
el camino, las relaciones bilaterales de cada país con la UE, que ofrecerá
incentivos en función de los resultados obtenidos en las reformas políticas.
También habrá una Fundación Europea para la Democracia para actuar sobre la
sociedad civil y no solo en instituciones del Estado.
Obama plantea una Iniciativa de Asociación Comercial e Inversora para Medio
Oriente y Norte de África; el G-8 reunido en Deauville ha ofrecido 20.000
millones de dólares en empréstitos; y la UE ha hecho esta propuesta propia, en
la que apenas hay lugar para la Unión por el Mediterráneo, la institución
continuadora del Proceso de Barcelona, fundada por iniciativa española y luego
reformada sin muy buena fortuna por obra y gracia de Nicolas Sarkozy. Tres
iniciativas para un mismo problema sin apenas lugar para el liderazgo español y
para una institución, la única europea, que tiene su secretaría en
Barcelona.