El G-8 que ha tenido lugar en Deauville como preludio a las reuniones del G-20 ha demostrado a la vez los límites y los méritos de este tipo de asambleas. Claro está que resulta fácil ironizar sobre estas grandes congregaciones que concluyen gloriosamente con las declaraciones de intenciones de los jefes de Estado y de Gobierno de los países participantes, largamente sopesadas por sus asistentes y que, mucho me temo, una vez enunciadas, se pierden en las arenas del desierto.
También cabe observar que estas manifestaciones suelen derivar en gigantescas
operaciones de imagen en beneficio del presidente o del jefe de Gobierno del
país anfitrión: Nicolas Sarkozy no ha sido una excepción a la regla, y menos
teniendo en cuenta que, a solo 11 meses de las elecciones presidenciales, la
reivindicación de su estatura internacional es un elemento clave en su intento
por reconquistar a la opinión pública francesa.
En cambio, podemos felicitarnos de que este G-8 de Deauville haya marcado dos
avances. El primero es la adhesión de Rusia -a condición de precisar que estaba
representada por el presidente Medvédev, sin su primer ministro Putin- al
ultimátum lanzado por Europa y Estados Unidos contra el coronel Gadafi.
Norteamericanos, franceses, británicos y rusos están pues de acuerdo
oficialmente en pedir la retirada del coronel Gadafi, en un momento en que ya
están seriamente entabladas las conversaciones con el entorno de este para
articular una solución política que permita organizar unas elecciones libres.
Puede parecer un asunto menor, pero si Medvédev triunfase en Rusia, eso
empujaría a este país hacia una lógica diplomática y estratégica más cercana a
la europea que a la de China, India o Brasil, que se opusieron a la intervención
en Libia.
El segundo avance es la decisión de ayudar económicamente -y hasta un monto
de 20.000 millones de dólares- a los países árabes que se han deshecho de sus
dictadores e intentan adoptar una vía democrática. Es cierto que sin esa ayuda
parece difícil que Túnez, y sobre todo, Egipto puedan salir adelante, pero no lo
es menos que estos anuncios a bombo y platillo no siempre vienen seguidos de una
ejecución práctica.
Sin embargo, subsiste la impresión difusa de que esta clase de ejercicio está
alcanzando sus límites. Esencialmente porque el G-8 ya no es la instancia
pertinente para tratar las grandes cuestiones internacionales. Afortunadamente,
durante la crisis financiera fue reemplazado por el G-20. Y hasta se puede
considerar que reúne, entre Estados Unidos, Japón y los países europeos, a
aquellos que ayer tenían una posición dominante y hoy están enredados en sus
problemas de deudas. Dentro del mismo G-8 hay una disociación evidente entre
Europa y Estados Unidos que se traduce, por parte de este último país, en una
política basada en un dólar débil y en poner de relieve las deudas europeas,
cuando el nivel de endeudamiento de Estados Unidos alcanza cifras
astronómicas.
Por el contrario, en el seno del G-20, se organizan ante nuestros ojos las
nuevas relaciones de fuerzas planetarias con la afirmación cada vez más clara
del apetito que anima a los recién llegados: China, India y Brasil. Una de las
primeras medidas, ya sea de la capacidad de estos últimos para ampliar su
ventaja o, por el contrario, de la capacidad de los miembros del G-8 para
resistirse, la dará el reemplazo de Dominique Strauss-Kahn a la cabeza del FMI.
Esta institución, que bajo la dirección de DSK ha conocido profundas
transformaciones y se ha convertido en un actor viable de la reorganización del
sistema monetario internacional, es reivindicada por los denominados países
emergentes, mientras que Europa tiene el mayor interés en preservar su posición.
Por eso los dirigentes europeos apoyan sin dudar la candidatura de Christine
Lagarde, actual ministra francesa de Economía.
Se dice que Estados Unidos le ha hecho una promesa a Brasil. Para los
europeos será pues una nueva ocasión para constatar que, cada día más, la
historia les impone más unidad, más solidaridad, más coherencia, si quieren
evitar quedar relegados a un papel de figurantes, por ejemplo a través de un G-8
con una influencia aparente pero en absoluto real.
Traducción de José Luis Sánchez-Silva.