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04/02/2006 | La mitología política en el culto a José Martí

Carlos Alberto Montaner

Los vínculos políticos que en nuestros días unen a los cubanos, o las creencias y los comportamientos que los apartan, probablemente poseen una menor carga emotiva de lo que era habitual en el pasado. Todo es más frío, cerebral y razonado de lo que era antes.

 

Y si no yerro en mi apreciación, es posible que en los tiempos que corren, caracterizados por la actitud postmoderna, el corazón de las generaciones más jóvenes late a un ritmo diferente frente a la idea de la patria que el que percibían las generaciones anteriores, la mía incluida.

No creo que se trate de un fenómeno estrictamente cubano, sino de una tendencia que se observa en todo Occidente. Tal vez la idea romántica de la nación esté muriendo en todas partes. Pero acaso eso suceda de una forma mucho más intensa en Cuba, como consecuencia del uso y abuso que la revolución ha hecho de ciertos oscuros resortes sicológicos.

Los enigmas

Situémonos en la época: José Martí muere en 1895 a los 42 años. Es un hombre todavía joven que había vivido toda su vida adulta fuera de Cuba. Los cubanos de la Isla lo conocían poco y lo habían leído menos. Martí, además, no fue un mambí durante la Guerra de los 10 Años, lo que implica que no participó en hazañas heroicas con las que se pudiera construir una leyenda. Los exiliados que lo conocieron y admiraron, o los luchadores que lo trataron muy amistosamente, como Fermín Valdés Domínguez, pese a sus méritos, no tuvieron demasiada influencia tras el establecimiento de la República. Nadie de su entorno la tuvo.

Otro dato menor, pero significativo: en 1899 los interventores norteamericanos, que siempre fueron atentos con la familia de Martí, le conceden un puesto de trabajo a la anciana madre del Apóstol, Doña Leonor Pérez, que padecía dificultades económicas: la nombran oficial de tercera en el Ministerio de Agricultura. No estaba mal para la época, mas es obvio que todavía en ese momento no se percibe a Martí como la figura fundamental de la nación cubana.

En esos tumultuosos primeros tiempos postcoloniales, los que conocieron a Martí lo recuerdan como un escritor brillante que tuvo el excepcional talento de organizar el Partido Revolucionario Cubano y desde esa plataforma lanzar la insurrección del 95, pero su muerte casi inmediata impidió que su peso gravitara sobre la estructura del Ejército Libertador o del Gobierno de la República en Armas.

Obsérvese quiénes son las personas que ocupan la presidencia a partir del 1902 y hasta 1933, cuando la generación de los mambises se despide: Tomás Estrada Palma, José Miguel Gómez, Mario García Menocal, Alfredo Zayas, Gerardo Machado. Ninguno formaba parte del entorno martiano. La mayor parte, ni siquiera se cruzó jamás con él.

En 1905, sin embargo, Máximo Gómez -- que desembarcó junto a Martí en Playitas en 1895, pero a quien le molestaba que quienes los recibieron le llamaran ´´presidente´´ -- inaugura la primera estatua que le dedica la República a un héroe de la guerra. La escultura, situada en el lugar más emblemático de La Habana de entonces, sustituyó a la de la reina española Isabel II, y en su proximidad se sembraron 28 palmas en homenaje al día de su nacimiento (el 28 de enero) y ocho pequeños jardines que recordaban a los estudiantes de medicina fusilados en noviembre de 1871, hecho luctuoso que los cubanos continúan recordando anualmente.

Quiero subrayar la coincidencia, porque voy a volver sobre ella más adelante: en las insurrecciones cubanas contra España se producen miles de muertos, pero el primer homenaje ritual que hace la República es a Martí y a los estudiantes de medicina. Los estudiantes ni siquiera son héroes en el sentido tradicional de haber realizado alguna hazaña reputada como prodigiosa: son sólo víctimas inocentes. Martí no es una víctima pero es, a su manera, inocente: muere sin disparar un tiro en un combate de una guerra que él ha conseguido desatar, mas no es culpable de nada. Su muerte temprana lo pone a salvo de las asperezas de la política.

República y religión civil

Cuando en 1901 los cubanos se dan la primera Constitución que regirá a la nación, declaran que la forma de gobierno será la republicana. Muy probablemente esto es lo que Martí hubiera prescrito si hubiera estado vivo en esa época. Cuando los cubanos recurren a la frase ´´la Cuba que soñó Martí´´ sin duda aluden a una república, dado que no hay vestigios de que el Apóstol pretendiera algo diferente a eso.

La característica esencial de la república moderna, de todas las repúblicas modernas, radica en que se trata de un modelo cerebral que parte de los esquemas intelectuales propuestos por los ideólogos de la Ilustración. En Cuba, como en Estados Unidos a partir de 1776, o en Europa desde la revolución francesa de 1789, se hizo lo que recetaron Locke, Montesquieu, y Rousseau: pura ingeniería política concebida para proteger los derechos individuales, canalizar las pasiones de los seres humanos, solucionar sus conflictos pacíficamente, y organizar la cadena de mando y la jerarquía administrativa con arreglo a la racionalidad aritmética que brindaba el método democrático de tomar las decisiones colectivas mediante consultas electorales periódicas.

Pero no sólo eso: el modelo republicano también llevaba implícita una propuesta ética: a partir de su implantación se suponía que los ciudadanos desarrollaran o potenciaran una suerte de vinculación cívica. Lo que los unía no eran los secretos e inefables lazos tribales, ni el culto por los mártires, ni símbolos rituales como el himno o la bandera. Teóricamente, lo que les daba cohesión a los cubanos, como a todos los republicanos, era la sujeción a la ley y la lealtad a las instituciones: lo que hoy se suele llamar ´´patriotismo constitucional´´ o ``patriotismo cívico´´.

Pero pronto se vio que ese lazo racional y democrático no existía o era muy débil en la Isla, y quien primero pareció advertirlo fue Estrada Palma. Don Tomás, en una conocida correspondencia teñida por el pesimismo, se queja de tener que dirigir una república en la que no abundaban los ciudadanos. Y así sucedía: había cubanos profundamente comprometidos con la patria, pero no a la manera republicana, sino a la manera nacionalista. Para ellos Cuba era un sentimiento, no un razonamiento. Era un temblor cuando escuchaban el himno. Era la historia mil veces contada del rescate de Sanguily efectuado por Agramonte y las legendarias cargas a machete de los Maceo.

En otras palabras: a lo cubano se llegaba por el camino de la emoción, de la hazaña, del sacrificio, y, por supuesto, de la sangre. La sangre, como ocurre siempre, era el alimento del patriotismo nacionalista. Eso explica, por ejemplo, la tenaz pervivencia -- que llega a nuestros días --, de la conmemoración ritual de la triste historia de los ocho estudiantes de medicina fusilados por el nunca cometido ´´delito´´ de profanar la tumba de Gonzalo Castañón. Lo que unía a los cubanos, el nexo secreto que mantenía la cohesión de la tribu, como sucede con todo vínculo nacionalista, era la sangre, la reverencia a los héroes, las leyendas empapadas de heroísmo, dolor y sacrificio.

Pero había más: en la medida en que se degradaba la República y aumentaban la insatisfacción y la frustración, con sus crecientes atropellos, con los conatos de insurrección, con su corrupción, sus pucherazos y su clientelismo, simultáneamente iban fortaleciéndose los lazos nacionalistas. Era como si en la conciencia política de los cubanos existiera un mecanismo compensatorio con dos cámaras conectadas: por una parte, se nos deterioraba el Estado republicano y la idea del patriotismo cívico; pero cuando eso ocurría, por la otra se revitalizaban los lazos tribales en un crescendo nacionalista.

La creciente figura de Martí

Es dentro de ese juego dialéctico de suma-cero en el que la figura de Martí se engrandece paulatinamente con cada fracaso que sufre el país, con cada político que defrauda a la sociedad, con cada elección amañada. A Martí se le reconoce, obviamente, como el artífice de los levantamientos del 95, pero su nombre comienza a reverenciarse ritualmente de una manera progresiva.

Primero fue la mencionada estatua del Parque Central inaugurada en 1905. Poco después, durante la segunda intervención, designan a José Francisco Martí Zayas-Bazán, capitán del ejército mambí, el único hijo reconocido del Apóstol, como asistente y edecán de William H. Taft. Son los interventores norteamericanos los que aceleran el culto por la figura de Martí. En 1907 ordenan que en el cementerio de Santa Ifigenia se edifique un templete para darle sepultura dignamente a los restos del Apóstol. En junio de ese año, cuando muere Leonor Pérez, madre de Martí, hacen velar su cadáver en el Ayuntamiento y declaran duelo oficial.

Charles Magoon, el interventor oficial norteamericano, decide que, tras las elecciones generales celebradas el 14 de noviembre de 1908, la república cubana reinicie su vida institucional independiente el 28 de enero de 1909 en homenaje a José Martí. Para que no quedaran dudas de sus intenciones, la víspera de esa fecha le asigna una pensión vitalicia a Carmen Zayas Bazán, la viuda del Apóstol. Evidentemente, está intentando potenciar los lazos que cohesionan a los cubanos.

Pero todavía los cubanos, en forma masiva, no conocen a Martí. Esta relación comenzará a incrementarse por medio de los libros de texto, cuando se introducen poemas infantiles tiernos y efectivos, de muy fácil memorización. Cuando llegan a la adolescencia, los muchachos descubren la faceta patriótica: A mis hermanos muertos el 27 de noviembre, Yugo y estrella, incluso Abdala. Son versos que tienen un poderoso componente ético. Hablan de la valentía y convocan al sacrificio. Más tarde, en el umbral de la madurez, en la universidad, comparece el Martí periodista, ensayista, redactor de persuasivas cartas personales, y, por encima de todo, el orador que conmueve. La sociedad cubana es, todavía, eminentemente romántica y sentimental.

Martí es el personaje perfecto para impactar a esa sociedad romántica y emotiva. A través de su palabra escrita logra comunicar a sus compatriotas una cierta imagen de sí mismo donde se muestra como un hombre sin tacha, dotado de un excepcional talento, medularmente honrado y bondadoso, que ofrendó su vida para salvar a los cubanos.

El vínculo que se establece es de carácter emocional: el único capaz de generar un proceso de santificación laica que tiene un obvio componente religioso. Es entonces cuando aparecen los primeros ´´rincones martianos´´, verdaderas ermitas en las que se venera su imagen y se colocan rosas blancas. Paulatinamente, el culto se va extendiendo por todo el país. Su fecha de nacimiento y muerte se convierten en oportunidades para obligados poemas, discursos y ensayos pronunciados o escritos por todos los estamentos de la sociedad. Todos los grupos políticos lo asumen como guía moral.

El dios de los cubanos

En 1926, en Manzanillo, la Revista Orto organiza oficialmente la primera cena martiana en la fecha del natalicio de Martí y rápidamente la costumbre se extiende por el país. Le llaman la Nochebuena cubana en una clara alusión al nacimiento del ´´dios de los cubanos´´, apelativo que llega a utilizarse en publicaciones de la época.

De una manera explícita desean separar el 28 de enero del 20 de mayo, nacimiento de una república que les dejaba profundamente frustrados e insatisfechos. Martí y el martianismo se convierten en una alternativa inconsciente a la república fallida. En 1933, finalmente, la República colapsa por primera vez.

A partir de entonces, para la imaginación popular y para las élites políticas, con pocas excepciones, la solución de los males de la nación ya no vendrá del buen funcionamiento de las instituciones republicanas, sino de la acción benevolente de los revolucionarios heroicos: el revolucionario sustituye al republicano y Martí pasa a ser el arquetipo del hombre virtuoso.

El desastre del 33, como ya se ha dicho, propulsa la figura de Martí. Precisamente en ese año aparece Martí, el Apóstol, estimable biografía escrita por Jorge Mañach. En 1938, Gonzalo de Quesada lanza la idea de crear una especie de santuario al que propone llamar Fragua Martiana. El lugar elegido son los restos de las canteras de San Lázaro, en plena Habana Vieja, donde estuvo confinado Martí a los 16 años. La propuesta no cuaja hasta enero de 1952, cuando se abre el museo al público.

Un año antes, en julio de 1951, el mismo presidente Carlos Prío Socarrás había inaugurado el Mausoleo definitivo, un edificio sobrio y elegante erigido en el cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba. El recorrido del cadáver de José Martí es la perfecta metáfora mortuoria que explica el crecimiento de su figura: cuando se inicia la república los restos de Martí yacen en una tumba discreta donde lo inhumaron los españoles; en 1907, el gobierno interventor de Charles Magoon coloca el ataúd en un templete mucho más digno; en 1947, durante el gobierno de Ramón Grau San Martín, exhuman otra vez el cadáver y lo sitúan en el Retablo de los Héroes de la Guerra de Independencia, junto a otros patriotas principales; en 1951, en época de Prío, finalmente, lo trasladan al mausoleo definitivo, con un lucernario que permite que la luz natural alumbre siempre a quien pidió morir de cara al sol, cubierto por la bandera cubana.

Mediado el siglo XX es la apoteosis definitiva de Martí como fuente de inspiración política. En 1953 es el centenario de su nacimiento y coincide con la recién instaurada dictadura de Fulgencio Batista. La Editorial Lex publica sus obras casi completas en una cuidada edición en dos tomos impresos en papel biblia. En ese año, Fidel Castro y sus partidarios organizan un desfile con antorchas frente a la Fragua Martiana.

Los jóvenes se declaran miembros de la Generación del Centenario, como subrayando el compromiso con la figura del Apóstol. Pero Batista reclama pertenecer a la misma estirpe y en 1958 inaugura la Plaza Cívica con una gran estatua de Martí presidiéndola. Batista no pudo imaginar que su Plaza Cívica se iba a convertir en el centro ceremonial de la liturgia castrista.

La segunda muerte de José Martí

La gran ironía es que la revolución, con cada desfile frente a la estatua de Martí, con cada interesada manipulación de sus escritos o de sus inventadas intenciones, lo que consigue es un mayor distanciamiento crítico de la sociedad con sus orígenes independentistas y con quien fuera su más ilustre representante.

Pero cuando el régimen asegura que si ellos, los mambises -- con Martí a la cabeza -- hubieran vivido en nuestra época, hubiesen sido como los castristas, y afirma que ´´Martí es el autor intelectual del ataque al Moncada´´, lo que genera entre la juventud es un rechazo frontal a los fundadores de la patria.

Eso era tanto como afirmar que Martí -- persona eminentemente demócrata, tolerante y respetuosa del prójimo -- era partidario de las persecuciones a los homosexuales, de los pogromos contra los disidentes, del paredón de fusilamiento y de los infinitos atropellos y arbitrariedades que debían sufrir los cubanos como consecuencia de los absurdos dogmas impuestos por Castro y sus seguidores.

Cuando la dictadura, en el colmo del cinismo, para justificar el régimen de partido único, alega que Martí no fundó dos partidos, sino sólo uno, el Partido Revolucionario Cubano, lo que les transmite a los cubanos, especialmente a las jóvenes generaciones, es que el Apóstol era un adicto al totalitarismo y un enemigo de la libertad y la diversidad. Cuando los apologistas del régimen sugieren que Castro es el heredero directo de Martí, los cubanos más bisoños inmediatamente sospechan de los valores morales y de la cordura del Apóstol.

Inevitablemente, esas deshonestas campañas propagandísticas han producido una enorme erosión en la forma en que los cubanos perciben a Martí. Poco a poco, el Apóstol ha dejado de ser el santo patrón de la cubanidad y se ha transformado en el siniestro ideólogo de una dictadura detestada. Por eso entre los cubanos de estos tiempos de universal decadencia de la sensibilidad romántica se aprecia un alejamiento sustancial al culto martiano y una indiferencia glacial ante la visión heroica de nuestra historia.

Si con la llegada de Castro al poder se verificó el hundimiento absoluto del paradigma republicano, sustituido a partir de 1959 por una combinación contra natura entre el marxismo-leninismo y el nacionalismo romántico, la decadencia y muerte del castrismo traerán de la mano el descrédito absoluto de esa fórmula como columna de fuste de la nación cubana.

Sin embargo, tal vez hay un saldo positivo en esta segunda muerte de José Martí. Probablemente, no era saludable que los cubanos sustituyeran el patriotismo cívico que proponía la república por el culto cuasi religioso al Apóstol que se fue imponiendo en el país. Carece de sentido convertir a Martí o a cualquier otra figura histórica en el nexo fundamental de la sociedad cubana, como los cristianos hacen con Cristo o los musulmanes con Mahoma. Al fin y al cabo, Martí, un espíritu bastante humilde, jamás solicitó o esperó ese tipo de veneración, dado que no quería otra honra que la de ´´morir callado´´´, pegado ´´al último tronco, al último peleador´´, luchando por su patria.

Pero en el ocaso del castrismo, el problema que se nos presenta es verdaderamente dramático: los cubanos de principios del siglo XXI, escépticos y desengañados con todo, no parecen vibrar ni con el patriotismo cívico, fórmula acertada, pero bastante frígida desde el punto de vista emocional, ni con el ya apagado nacionalismo romántico representado por Martí.

¿Qué nos queda, entonces, para juntar a la tribu y marchar hacia la constitución de una sociedad justa, estable y próspera en la que se pueda vivir con la ilusión y de la que no valga la pena emigrar? Ese es el gran reto que los cubanos tendremos planteado cuando llegue la hora de la libertad.

Diario Exterior (España)

 


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