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17/01/2006 | El autoritarismo no tiene el monopolio de la corrupción. Democracia o mascarada

Milenio Staff

El autoritarismo no tiene el monopolio de la corrupción. La democracia sin equilibrios genera también sus aberraciones.

 

Así, la política partidista en México se ha convertido en una creciente mascarada. Los ciudadanos nos encontramos prácticamente inermes frente a esta situación. Y hay pocas soluciones, sobre todo a corto plazo.
Durante mucho tiempo, los mexicanos aborrecimos el autoritarismo priista, identificado como el origen de todos los males y, en particular, de la corrupción en el país. Ahora, en la medida que el sistema político se ha democratizado, los ciudadanos nos damos cuenta que la cuestión de la corrupción y de la democracia es mucho más compleja. O, dicho de otro modo, que la corrupción no solamente se encuentra en ese partido y, peor aún, que no se desarrolla únicamente al amparo del autoritarismo, sino que puede extender sus alas en plena democracia.

La pregunta, desde mi punto de vista urgente, en este momento es la siguiente: ¿cómo nos defendemos, en tanto que ciudadanos comunes, de la enorme mascarada que protagonizan los políticos de este país y de los subsecuentes abusos en contra del erario público? Los mexicanos estamos viendo, como espectadores inermes, la manera como una banda de farsantes se ha aprovechado de nuestra legislación electoral, para, en nombre de la democracia, aprovecharse del presupuesto asignado a los partidos y de los puestos públicos que emanan de cada contienda electoral.

Si antes la corrupción era monopolizada esencialmente por el PRI, ahora ésta es patrimonio de prácticamente todos los partidos políticos del país. Y no se ven a corto plazo las acciones que puedan revertir este proceso y evitar el saqueo, pero sobre todo la enorme mascarada en que están convirtiendo al actual sistema partidista y político en general.

Lo que está sucediendo en el país, con la manipulación de las instituciones partidistas y el erario público, va más allá de lo vergonzoso. Frente a sucesos como los ocurridos dentro del Partido Alternativa Socialdemócrata y Campesina se hace cada vez más evidente que formar un partido político en México para luego ponerlo en manos del mejor postor o, como en otros casos, utilizar un partido para colmar ambiciones personales o negocios familiares se está volviendo moneda corriente.

Más allá de si es cierto o no el cañonazo de 50 millones de pesos que los dirigentes del sector “campesino” habrían recibido de parte del llamado Doctor Simi, la desfachatez con la que se construyen candidaturas presidenciales es para escandalizarse.

Frente a este tipo de candidaturas, la de Jorge Castañeda, envuelta en la frivolidad y el personalismo, aparece como algo serio. ¿Puede hacer el IFE algo al respecto? ¿Pueden hacer algo los tribunales electorales para frenar esta burla que amenaza con expandirse y corroer el sistema político?

¿Acaso piensan los políticos que los ciudadanos somos retrasados mentales? ¿Cree, por ejemplo, la maestra Elba Esther Gordillo que hay alguien suficientemente crédulo para pensar que el Panal no es una maquinación personal destinada al mantenimiento de su influencia personal en el aparato político, incluido el propio PRI? ¿Cree el llamado Niño Verde que los ciudadanos confían en sus ideales ecologistas y convicciones políticas? ¿Piensan los dirigentes de los pequeños partidos que la gente confía en ellos? ¿Creen que, más allá de los clientelismos que han creado, hay detrás de sus seguidores algo más que el interés económico personal?

La tragedia de todo esto es que este tipo de prácticas ha convertido a México en un país de corruptos, de personas únicamente interesadas en obtener un pedazo del presupuesto electoral. Nuestra cultura política sigue siendo la del acarreado, la del agachado y la de la cargada. Y los partidos políticos, en términos generales, no han construido ciudadanos, sino fieles contingentes, serviles e interesados en las migajas del poder más que en un proyecto de nación.

La “estrategia de alianzas” de muchos partidos pequeños no tiene nada que ver con definiciones políticas o tendencias ideológicas; se relaciona con el interés de los minipartidos para mantener el registro, así como la ambición de sus dirigentes de ocupar curules en las distintas Cámaras o diversos puestos públicos. Y la lógica electoral nos está conduciendo a que cada vez más estos pequeños partidos pueden chantajear a los partidos mayoritarios, negociando pedazos más grandes del pastel que todos se reparten.

En este contexto, ya no asombra que la mayoría de los propios diputados federales señale que la democracia es poco o nada estable (ver el reportaje de Carole Simonnet en MILENIO del domingo 15 de enero). En efecto, si 52.5 por ciento de los legisladores federales mexicanos “manifestó que no hay o es muy endeble la estabilidad democrática en el país”, el pronóstico ciudadano no puede ser más optimista. No tiene por qué serlo. La particular “partidocracia” que vivimos en México no hace más que alejar a los ciudadanos de la actividad política, haciendo más inestable (es decir, sin base sólida) la democracia.

La desconfianza que generan los políticos tiende a extenderse a otras instituciones sociales. De acuerdo con la fuente citada, “la Iglesia católica perdió 14 puntos con la actual Legislatura” y tiene solamente 51.2 por ciento de la confianza de los mexicanos, por debajo de las Fuerzas Armadas (que ascendió a 73 por ciento) y de los propios medios de comunicación (que recibieron 63.4 por ciento de la confianza de los mexicanos). En principio, no debería haber ningún problema en que los ciudadanos confíen en sus Fuerzas Armadas; es, incluso, algo positivo, siempre y cuando la confianza en otras instituciones sociales y políticas sea igualmente grande. De otra manera, el riesgo autoritario está presente.

El desprestigio en que están sumidos los partidos y el sistema político mexicano deja también el campo abierto a otras posturas hipercríticas, pero poco constructivas, como la del subcomandante Marcos. El hoy delegado Zero puede tener mucha razón en sus críticas a todos los partidos. El problema es que, por lo menos hasta ahora, no ha propuesto un sistema alternativo al de los partidos ni parece pretender entrar al mismo, por lo menos tal como existe en la actualidad. El problema es que no tenemos otro sistema que funcione mejor para la representación ciudadana. Lo cual significa que tenemos que luchar por reformarlo a profundidad para evitar que siga siendo utilizado por arribistas y oportunistas cuyo único interés es enriquecerse o vivir de él.

La pregunta es, entonces, la misma que formulé al principio de este artículo: ¿cómo nos defendemos los ciudadanos comunes de esta mascarada? ¿Cómo hacemos para evitar que estos políticos sigan apoderados del sistema de partidos y lo usen para sus fines personales? En las actuales circunstancias, no parece haber muchas opciones, puesto que más bien parece un sistema que se retroalimenta: los dirigentes de los partidos se hacen elegir como representantes populares, que a su vez legislan y elaboran las políticas públicas. No tienen ninguna razón para terminar con un sistema que los está beneficiando. ¿Cómo romper este círculo vicioso?

Una respuesta clásica es la que se refiere al poder del voto popular y la capacidad que tenemos los ciudadanos para “premiar” o “castigar” a los políticos y partidos. Sin embargo, no es suficiente porque, en primer lugar, sólo sucede en cada elección, es decir, cada tres o seis años, en la mayor parte de los casos. Pero, sobre todo, es insuficiente porque lo único que los electores pueden hacer es elegir entre uno y otro candidato, o entre uno y otro partido. De allí que el indeseable abstencionismo sea leído por muchos como un elemento punitivo. Pero, además de sus efectos negativos sobre el proceso democrático, esta salida no significa ninguna solución al problema.

Ante tal escenario, una de las salidas probables a esta especie de secuestro de la política y de la democracia a manos de los políticos es la de acentuar el trabajo y la participación de la sociedad civil en la vigilancia y desarrollo del proceso democrático. Esta vía es difícil y tortuosa. No obstante, ante las circunstancias, parece la única vía para construir ciudadanía y transformar el sistema de partidos hacia una mayor transparencia, rendición de cuentas y responsabilidad política.

Lo ideal, en todo caso, sería una transformación desde adentro, proveniente de una Cámara de Diputados crítica y responsable. No es, sin embargo, la salida más probable. No sólo porque no parece haber ningún movimiento al respecto, sino porque las maquinarias partidistas para la elección de julio ya se echaron a andar desde hace tiempo. Y si juzgamos todo lo que está pasando, a pesar de la tregua política navideña, no nos queda más que esperar una campaña verdaderamente carnavalesca.

 

Milenio (Mexico)

 



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