Hay millones de musulmanes que sueñan con vivir sin terroristas, ni fanáticos ni guerras de civilizaciones.
Existe en buena parte de la opinión europea la convicción de que los árabes están genéticamente condenados a ser regidos o por una corrupta gerontocracia o por unos fanáticos ayatolás. La revolución de Túnez tiene sobre sí la responsabilidad de demostrar que no existe esa condena del destino.
La dictadura ha sido derribada por jóvenes de clase media, muchos de ellos instruidos, abiertos, hartos de un régimen policial, claustrofóbico y de un sonrojante culto a la personalidad. Uno de los principales rostros de la revuelta ha sido una mujer, Maya Jribi, sin velo y autodefinida como moderadamente progresista. No había mujeres veladas, ni barbudos con el Corán bajo el brazo en las manifestaciones, sino gente que reclamaba libertad y responsabilidades por la cleptocracia del viejo régimen.
El mundo musulmán ha despertado siempre en las mentes europeas las más disparadas fantasías. Antes se le imaginaba como un mundo de harenes, odaliscas, fabulistas y sultanes lujuriosos y crueles. Hoy, como una conspiración de terroristas, fanáticos descerebrados, masas resentidas y líderes obsesos con la reconquista de Granada. Las fantasías tienen una parte de realidad, pero también están muy lejos de la verdad. En el islam hoy hay mucho fanático, un buen puñado de predicadores del odio y de terroristas muy peligrosos. Pero hay también millones de musulmanes que sueñan con vivir sin terroristas, ni fanáticos ni guerras de civilizaciones. Son la mayoría silenciosa del islam. Silenciada por cleptócratas y fanáticos. E ignorada por todos nosotros. Todos esos millones de musulmanes no existen en nuestros sueños y fantasías del islam. La revolución de Túnez les da la oportunidad de hacerse oír. Y la responsabilidad de vindicar a los árabes como un pueblo que no está condenado a fracasar.