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14/01/2011 | Contrastes mediterráneos

José Ignacio Torreblanca

En diciembre, el último dictador de Europa, Lukashenko, en el poder en Bielorrusia desde 1994, decidió concederse como regalo de Navidades una fraudulenta victoria electoral del 80%.

 

A continuación, cerró las oficinas de los observadores internacionales, mandó a la policía a reprimir a los ciudadanos que se manifestaban, cerró los pocos medios de comunicación independientes que quedaban y encarceló a más de 600 personas, entre ellas al líder de la oposición, Andrei Sannikov, que fue detenido, junto con su esposa, en el hospital donde se encontraba ingresado tras ser apaleado por la policía. El descaro del régimen es tal que la Fiscalía de Menores ha iniciado un proceso de revisión de la tutela del hijo de ambos, que tiene tres años y está al cuidado de su abuela, por si el Estado tuviera que hacerse cargo del niño mientras los padres esperan una sentencia de cárcel que podría ser de 15 años. Es el problema de ser el líder la oposición, que no tienes mucho tiempo para dedicar a tu hijo. Mejor que el Estado se encargue de hacer del pequeño Danil un buen ciudadano.

La buena noticia es que la Unión Europea ha dicho basta. En el año 2006, Lukashenko organizó unas elecciones igualmente fraudulentas y recibió una batería de sanciones "inteligentes" (llamadas así porque no dañan a la población): prohibición de visitar otros países, congelación de activos financieros en el extranjero y medidas de apoyo a la oposición. Las sanciones tuvieron éxito ya que, en 2008, Lukashenko aflojó la cuerda y liberó a todos los prisioneros políticos. A cambio, la UE suspendió las sanciones, ofreció ayuda económica e inició un proceso de deshielo. Ahora, si el régimen no da su brazo a torcer, los Veintisiete las reintroducirán. El consenso hoy en Bruselas es que Lukashenko ha tomado el pelo a la UE y que hay que volver a una política de firmeza.

En Túnez, las cosas marchan mucho peor, pero la UE no hará nada al respecto, como no lo hizo en 2009, cuando Ben Ali "ganó" las elecciones con el 89,62% de los votos. Los que pasaban por allí y hablaban con los opositores no se cansaban de repetir que detrás de la aparente estabilidad y la imagen turística y amable del país se escondía un Estado orwelliano que controlaba hasta el último correo electrónico y movimiento de sus ciudadanos. El estallido tunecino, con unas cifras de muertos que no podrán ser fácilmente obviadas, tiene el efecto de quitarle la máscara a todos los regímenes de la zona, que venden como estabilidad lo que no es más que una feroz represión que da cobertura a la corrupción y no, como pretenden esos regímenes, a la construcción de unas sociedades modernas que sirvan de freno al islamismo. El cinismo del cleptócrata Ben Ali, que tras 23 años en el poder ha tenido la genial idea de crear una comisión para investigar la corrupción, es igualmente descarado pues a raíz de las filtraciones de Wikileaks hemos confirmado con casos reales cómo las élites de la región (incluidos monarcas, presidentes y, en el caso de Ben Ali, su propia familia) viven inmersas en una orgía de corrupción mientras la juventud carece de cualquier horizonte laboral o vital.

Pero lo que está ocurriendo en Túnez también desnuda a España, Francia e Italia, principales valedores de una política mediterránea de la UE que está completamente agotada. En la vecindad oriental de Europa, Polonia, Suecia y los bálticos están aplicando con éxito unas políticas y unos instrumentos completamente distintos de los que Madrid, París y Roma promueven en el Mediterráneo. En esta zona, nuestra política se parece cada vez más a la sostenida durante la guerra fría en Centroamérica por Estados Unidos con tan funestas consecuencias. Al igual que las políticas de contención del comunismo de Washington arrojaron a la población centroamericana en manos de la izquierda revolucionaria, nuestras políticas de contención del islamismo muy probablemente echarán a la población en manos de los islamistas, que sagazmente se legitiman con una agenda de justicia social y anticorrupción. Con su pasividad, Europa no solo se desprestigia a sí misma sino que arrincona y condena a la extinción a todos aquellos (seguramente ya no muchos) que en la región todavía creen en el Estado de derecho, la alternancia política y el respeto a los derechos humanos. Si a lo que secretamente aspiramos es a tener en la ribera sur del Mediterráneo una serie de repúblicas bananeras fieles guardianes de nuestros intereses, parece que estamos en el buen camino.

jitorreblanca@ecfr.eu

El Pais (Es) (España)

 



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