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18/10/2010 | Devaluaciones competitivas y guerra mundial de monedas

Lorenzo Bernaldo de Quirós

El 27 de septiembre de 2010, el Ministro de Finanzas brasileño, Guido Mantega, seguido por un nutrido grupo de analistas anunciaba el comienzo de una “guerra mundial de divisas”. Esta tesis implica que la mayoría de los Estados o un grupo importante de ellos han comenzado a aplicar iniciativas orientadas a depreciar la cotización de sus monedas con la finalidad de estimular las exportaciones y salir de la crisis.

 

A partir de ahí se exhuma el fantasma de la Gran Depresión y se afirma que la generalización de una estrategia de devaluaciones competitivas puede causar un serio daño a la estabilidad financiera internacional y a la economía global. El recurso a los años treinta para explicar la situación surgida de la Gran Recesión de 2008 no tiene una fundamentación sólida y, en cualquier caso, es un mal ejemplo para analizar la actual coyuntura. Por otra parte no supone, como algunos piensan, una impugnación del sistema de cambios libres y flotantes, una prueba de su “inherente” inestabilidad.

De entrada, el período de entre-guerras (1919-1939) no se caracterizó por la hegemonía de un sistema de tipos de cambio libres. Entre 1925 y 1931, las tasas de cambio fueron predominantemente fijas ya que se restauró el patrón oro en la mayoría de los países. Cuando en 1931, el Reino Unido abandonó ese régimen cambiario hubo una fase de transición caracterizada por un esquema en el que convivían países con una paridad fija de su divisa respecto al dorado metal y otros con esquemas de flotación sucia o intervenida. Tras el colapso del Bloque Continental del Oro y a raíz del Acuerdo Monetario Tripartito en 1936, entre EE.UU., Francia y el Reino Unido se evolucionó hacia un modelo de gestión coordinada y, por tanto, controlada de las tasas de cambio. Entre 1929 y 1936, sólo una moneda evitó la depreciación y el control de cambios, el franco albanés.

En la mayor parte de los casos, las depreciaciones de las divisas durante esa época fueron una consecuencia de los abultados déficit de las balanzas de pagos por cuenta corriente causadas por la debilidad del comercio mundial y, de su corolario, el desplome de las exportaciones. Ahora bien, la causa de ello fue el proteccionismo, el nacionalismo económico abrazado por el grueso de los estados, empezando por los EE.UU. La volatilidad de los tipos de cambio fue el inevitable y lógico mecanismo de ajuste a ese escenario. Es verdad que algunos países emprendieron políticas predatorias, adoptadas más o menos intencionadamente, para ganar cuotas de mercado a costa de los demás, pero fueron una minoría y de escaso peso en la economía global. Así pues, en la década de los treinta, la volatilidad de las tasas de cambio mundiales no fue resultado ni de las fuerzas de la oferta y de la demanda ni de una consciente planificación internacional, sino de la incertidumbre creada por la Gran Recesión y de las medidas empleadas para afrontarla. Esta es una lección que no conviene olvidar (Ver Yeager L.B, International Monetary Relations, Harper and Row, 1996).

Y ahora qué…Los bancos centrales de las grandes economías desarrolladas, en especial EE.UU., Japón, Reino Unido y la Eurozona han intentado combatir la crisis financiera y la consiguiente recesión con actuaciones muy expansivas. Esta estrategia genera la siguiente dinámica: si el aumento de la oferta monetaria en el país X reduce los tipos de interés por debajo de los existentes en el país Y, cuya política monetaria es menos laxa, se crean las condiciones idóneas para que los operadores del mercado se endeuden en la moneda del país X y presten al país Y que tiene mayores tasas de interés. Esto conduce de manera inexorable a una depreciación de la moneda de aquellas economías en las cuales la cantidad de dinero en circulación crece más rápido respecto a la de aquellas en las que lo hace a menor velocidad. Esto no tiene nada que ver con la teoría clásica de las devaluaciones competitivas. Es un subproducto de la política anti-recesión de la banca central.

En estas circunstancias, sí existe un paralelismo con los años treinta del siglo pasado. El espectacular incremento del precio del oro. Entonces, la pérdida de valor de las divisas y los procesos inflacionarios en algunas de las grandes economías industrializadas produjo un aumento de la demanda del dorado metal, lo que se tradujo en un crecimiento simultáneo de su producción y del valor monetario de las reservas de oro de los bancos centrales. En 1938, en plena Gran Depresión, el precio mundial del oro era dos veces superior al de 1928. Ahora, los inversores descuentan que la política desplegada por las autoridades monetarias generará antes o después tensiones inflacionarias, manifestadas ya en la devaluación de las monedas, y buscan refugio en la “bárbara reliquia” como definió Keynes al rey de los metales.

El principal riesgo para la economía mundial no estriba en una carrera de devaluaciones competitivas entre todas o las principales regiones del Planeta, sino en la resurrección del proteccionismo. Esa fue la causa determinante de la propagación a escala global de la Gran Depresión y de su larga duración. Los tipos de cambio tenderán a estabilizarse a medida que las autoridades monetarias comiencen a revertir las medidas “extraordinarias” puestas en marcha para afrontar la Gran Recesión. Esto es inevitable, salvo que los Estados estén dispuestos a aceptar un incremento exponencial de la inflación y, con ella, la pérdida de las teóricas ganancias de competitividad obtenidas con la devaluación. Al mismo tiempo, las economías emergentes, incluida China, no lograrán mantener de manera indefinida tipos de cambio artificialmente bajos, con controles de capitales, sin poner en peligro su estabilidad y su crecimiento… pero esta es ya otra historia y se la contaré otro día.

Este artículo fue publicado originalmente en El Economista (España) 14 de octubre de 2010

El Cato (Estados Unidos)

 



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