En cambio, Turquía se mueve vertiginosamente como sujeto activo en otros escenarios.

Durante un buen tiempo fungió como mediador entre israelíes y sirios para establecer entre ellos algún tipo de negociación. El tener relaciones diplomáticas plenas con ambos le permitió cumplir con ese papel una vez que resolvió algunas viejas diferencias con Damasco, mientras mantenía vigentes, por otro lado, estrechos nexos comerciales y de cooperación estratégico-militar con Jerusalén.

Pero el tiempo mostraría que las ambiciones de Turquía iban mucho más lejos. El régimen encabezado por el primer ministro Recep Tayyip Erdogan, de explícitas tendencias islamistas, decidió empezar a jugar en las grandes ligas soñando quizá con la recuperación de las glorias de su país cuando era el centro del aquel legendario Imperio Otomano que se desintegró por efecto de la Primera Guerra Mundial. Inició por tanto un hábil juego multilateral que le facilitara mayor capacidad de maniobra sin importar las contradicciones en que incurriera: por ejemplo, pertenencia a la OTAN y al mismo tiempo acercamiento notable hacia el régimen de los ayatolas en Teherán, no sólo mediante visitas recíprocas y declaraciones de amistad y cooperación, sino a través del activo papel que Erdogan jugó, junto con Lula da Silva, para permitirle a Ahmadinejad intentar engañar de nuevo a la comunidad internacional en cuanto a las verdaderas intenciones de su programa nuclear. El voto negativo de Turquía en Consejo de Seguridad de esta semana referente a las sanciones contra Irán, fue el desenlace lógico de su postura inicial al respecto.

De hecho, son varios los dobles y triples juegos practicados por Turquía: a) alto grado de cooperación con Teherán, pero cuidado extremo en no descuidar las relaciones con el bando árabe para lo cual, entre otras cosas, acaba de firmar el jueves pasado un tratado de cooperación con Jordania, Siria y Líbano para crear una estructura regional de libre comercio. b) patrocinio y defensa a ultranza de la flotilla dirigida a Gaza, lo cual desembocó en una fuerte tensión con Israel, aunque sin llegar en modo alguno a una ruptura que desembocara en una pérdida de las ventajas que le otorga conservar una relación con éste. c) ante el ataque israelí a la flotilla, emisión de una indignada condena a Jerusalén por "la brutal agresión israelí", mientras que sin grandes aspavientos esos mismos días fuerzas turcas cruzaban la frontera iraquí para arrasar con su aviación aldeas kurdas (Excélsior, Global p.6, 8 de junio de 2010), aldeas de las que tuvieron que huir decenas de familias. d) discursos de respeto a la legalidad internacional y a los derechos humanos, al tiempo que Turquía ocupa desde 1974 la parte norte de Chipre, desoye las resoluciones al respecto del Consejo de Seguridad de la ONU y localmente reprime y encarcela a quienes se atreven a afirmar que existió un genocidio de armenios por parte de los turcos hace casi 100 años.

Todo lo cual dibuja un régimen, que como el brasileño de Lula, está engolosinado con el intenso protagonismo internacional que ha venido consiguiendo en los últimos tiempos.

Y este protagonismo, sin duda prometedor de la adquisición de un mayor poder regional, no tiene empacho en manejarse mediante la autoconstrucción de una imagen cargada de una presunta autoridad moral, que, sin embargo, vista más de cerca, está plagada de contradicciones flagrantes, inexplicables ambigüedades y conductas francamente incoherentes.