Con el concepto “derechos humanos” ocurre como con los de “genocidio”, “democracia” o “libertad”; por un lado, son sumamente equívocos y abstractos, significan casi cualquier cosa para cualquiera en cualquier momento. Por otro, son totalmente emotivos, lo que significa que despiertan pasiones morales y políticas desatadas. Por ambas cosas, la Justicia Universal sobre ellos construida es al mismo tiempo una contradicción teórica y una práctica dañina.
Contradicción teórica, porque históricamente, se distinguen hasta tres generaciones de derechos humanos. A la original, de corte liberaldemocrático, surgida tras la Revolución Francesa, siguió en 1948 una democráticosocialista que en buena medida la contradecía; y a ésta, a finales del siglo XX, pugna por sumarse una generación de derechos posmodernos relativos a la ecología o la genética. Lo que entendemos por “derechos humanos” es una sucesiva aglomeración histórica de filosofías e ideologías contrarias, contradictorias y enfrentadas.
A diferencia de los conceptos clásicos de naturaleza y ley natural, los derechos humanos no tienen más legitimidad que el consenso de cada momento histórico entre minorías políticas o intelectuales. Así que sólo faltaba que alguien quisiera convertir estos derechos en persecuciones, detenciones y castigos para que el error teórico deviniera en práctica dañina, como en el caso Garzón: la Justicia Universal permite a un juez o a un tribunal individual representar a la humanidad, sueño despótico por excelencia.
La intromisión argentina en España, o la española previa en Argentina, obviando en nombre de la humanidad las particularidades históricas, sociales e institucionales, resulta manifiestamente injusta, al despreciar la proporcionalidad, principal carácter de la justicia para Aristóteles. Así, la Justicia Universal, además de un error teórico es una práctica dañina profundamente injusta.