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16/03/2010 | Democracia y terrorismo

Martín Santiváñez Vivanco

La estrecha relación entre ETA y la Venezuela chavista ha desatado un impasse diplomático en el que el gobierno del presidente Rodríguez Zapatero tiene todas las de perder. El escaso peso que mantiene España en Sudamérica se ha visto seriamente mermado por la candidez con que actuó Zapatero, acompañado en este entuerto por ese rehén de la ideología que es el ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Angel Moratinos.

 

En todo este affaire no ha primado la razón de Estado, los altos intereses españoles o la necesidad de frenar al terrorismo por sobre todas las cosas. No. En este desaguisado político, el gobierno del partido socialista ha demostrado hasta qué punto es cómplice de un puñado de caudillos que se afanan, con éxito, en desmontar la poliarquía de sus países, convirtiéndolas en burdos remedos inorgánicos. A la democracia, en los feudos de la revolución bolivariana, no la reconoce, como diría Alfonso Guerra, ``ni la madre que la parió''.

El problema esencial no radica en la errática política exterior del viejo reino de España. El quid del asunto yace en la manera en que las democracias latinoamericanas han de enfrentarse al flagelo terrorista. Que nadie se engañe. El terrorismo no ha mordido el polvo. El terrorismo es un flagelo endémico instrumentalizado por algunos grupúsculos sin arraigo popular, sicarios de una política perversa que desprecia las urnas y apela al mesianismo revolucionario. Se alimenta de la sangre y de la candidez de una progresía neciamente permisiva.

Como es obvio, con guerrilleros iluminados y profetas de ideologías radicales es imposible dialogar. No se trata de un problema de idioma o códigos de conducta. Estamos ante una diferencia sustantiva, esencial. Mientras unos apuestan por la democracia como foro de convivencia pacífica y lugar supremo de encuentro y decisión, los otros se inclinan por incendiar Roma y edificar, en su lugar, un altar utópico al paraíso comunista. Por eso, mal hacen las fuerzas izquierdistas europeas al contemporizar con los regímenes que apoyan al terrorismo, de manera directa o indirecta. La camaradería espiritual, la filiación marxista y los lazos fraternos entre los terroristas y el cesarismo populista del siglo XXI no van a liquidarse de un día para otro. La izquierda democrática no puede hacer la vista gorda ante el terrorismo de raíz comunista. En todo este tinglado de facciones e intereses, el progresismo posmoderno, protagonista del consenso social-demócrata, debe acusar sin complejos a aquellos que juegan con el fruto prohibido del asesinato y la extorsión.

El discurso altisonante con que Chávez ningunea al gobierno español encarna todo lo que una izquierda moderna debe rechazar. La procacidad de su lenguaje sólo es comparable a las oscuras maniobras desestabilizadoras en las que el chavismo ha empeñado el alma. Eso sí, el Prometeo revolucionario se equivoca si piensa que el fuego terrorista lo respetará plegándose a sus caprichos geopolíticos. Y si el error es de por sí grave, el de la izquierda democrática podría ser fatal.

poyar a Chávez en la frívola estrategia que ha desplegado con los terroristas de todo el orbe, equivale a sepultarse moralmente sin presentar batalla. Hay un ethos democrático trascendente y el funcionamiento correcto de las instituciones, al fin y al cabo, está enraizado en una serie de valores que no es posible traicionar. Uno de ellos, acaso el más importante, es el de la libertad. Convertir un país en el santuario de los defensores de una cosmovisión totalitaria nada tiene de romántico, ni progresista. La historia no absuelve estas complicidades macabras.

La confusión discursiva entre el presidente Rodríguez Zapatero y el ministro Moratinos denota hasta qué punto ciertos sectores del socialismo europeo hacen malabares con tal de legitimar el apoyo a Caracas y sus satélites. El viaje del director general de la policía y Guardia Civil de España, Francisco Javier Velázquez, va en esa dirección. Para algunos políticos europeos, el mundo se salva por las formas. El canciller de Venezuela, Nicolás Maduro, tiene razón. La pelota está en el campo de España. También en el de la izquierda democrática. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, a ese par de jugadores los han dopado con formol.

Coordinador del Proyecto DESOL y director del Center for Latin American Studies de la Fundación Maiestas.

Miami Herald (Estados Unidos)

 



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