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08/02/2010 | Elecciones en Ucrania - Revoluciones sin colores

José Ignacio Torreblanca

Las llamadas revoluciones de colores (naranja en Ucrania, de las rosas en Georgia y de los tulipanes en Kirguizistán) abrieron la esperanza de una pronta democratización de la esfera pos-soviética. Pero en unos pocos años, las ilusiones parecen haberse desvanecido y la frustración extendido.

 

Que en Ucrania, el presidente Víctor Yúshenko, que encabezó la revolución naranja, no haya pasado a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, y que el fraudulento candidato que aquella revolución depuso, Víctor Yanukóvich, surja como el ganador de los comicios -según los primeros sondeos- lo dice todo. Lamentablemente, el país parece haberse construido a pulso una penosa imagen de corrupción política, fragilidad institucional y polarización geográfica y étnica entre un este prorruso y un oeste proeuropeo (sin contar la falta de fiabilidad como país de tránsito para el gas de millones de europeos).

Sumando todos los prejuicios existentes sobre Ucrania, Samuel Huntington la colocó fuera de la civilización occidental en su infame Choque de civilizaciones. Sin embargo, esta imagen de una Ucrania que corre en dirección contraria a Europa no es completamente cierta. Aunque de forma silenciosa y casi inadvertida, los últimos cinco años han sido testigos de una notable convergencia entre Ucrania y la Unión Europea. Como ha puesto de manifiesto Michal Natorski en un reciente y detallado estudio sobre tres áreas clave de este proceso de aproximación (energía, política exterior e inmigración), los cambios introducidos gracias a la presión de la UE han sido notables.

En el caso del gas, se está consiguiendo pasar progresivamente de una situación de ineficiencia en el uso, monopolio en la comercialización y subsidios generalizados al consumo a la introducción de mecanismos de mercado que ayudarán a racionalizar precios y consumos, introducir competencia en las empresas y, finalmente, reducir el poder de los oligarcas y la corrupción política asociada al gas.

Más notable aún es la convergencia con la UE en materia de política exterior. Aunque frecuentemente se dibuje a Ucrania como un país en la órbita rusa, los datos muestran que desde 2005 hasta la fecha, Kiev ha suscrito nada menos que 476 de las 551 declaraciones sobre política exterior de la Unión, lo que le convierte no sólo en un socio fiable de Bruselas, sino en un muy valioso elemento de estabilidad en toda la región.

Lo mismo se puede decir en materia migratoria: Ucrania ha adaptado su legislación sobre control de fronteras, visados, repatriaciones, etcétera, a los requerimientos de la Unión Europea, todo ello gracias a los fondos europeos y al asesoramiento legal de la Comisión, que trabaja codo con codo con el Parlamento ucranio. Por decirlo gráficamente, la revolución naranja tiende hacia el azul, que es el color de la UE.

Incluso la propia campaña electoral muestra hasta qué punto Ucrania mira a Occidente: Manafort, estratega de la campaña de los republicanos estadounidenses, asesora al favorito, Yanukóvich; AKPD, la empresa de David Axelrod, el jefe de campaña de Obama, a la primera ministra, Yulia Timoshenko; y Mark Penn, el estratega de las primarias de Hillary Clinton, al presidente Yúshenko. El resultado es evidente: en lugar de competir en los extremos, los tres candidatos han luchado por ocupar el centro político.

Dadas las diferencias de tamaño y poder, pensamos a menudo en la influencia que Moscú tiene sobre Kiev, pero poco sobre la que Kiev tiene sobre Moscú: una Ucrania próspera y democrática, alineada con la Unión Europea tanto desde el punto de vista de las políticas internas como de su política exterior, supone un ejemplo formidable para los millones de rusos a los que el régimen de Putin pretende convencer de que sólo son dignos de una democracia de segunda con severas limitaciones en el ejercicio de sus derechos.

Sí, las revoluciones siempre dan paso al desencanto y la decepción. Es lógico tener grandes expectativas sobre la democracia y criticar que muchas veces ésta quede reducida a una mera elección cada cuatro o cinco años entre dos candidatos igualmente malos que seguramente gobernarán el país pésimamente y de espaldas a los ciudadanos. Pero todo depende del cristal con el que se mire (y del retrovisor que se use para mirar al pasado). Y ese cristal nos obliga a comenzar por una definición minimalista de la democracia como un estado de cosas donde: uno, la gente no se mata entre ella; dos, el Gobierno no mata a la gente; y, tres, los ciudadanos pueden echar a los gobernantes sin tener que recurrir a la violencia. Por eso, lo importante para muchos observadores no es quién gane estas elecciones presidenciales, sino si el perdedor aceptará los resultados de las urnas (siempre que éstos estén libres de fraude, claro está) o si, por el contrario, intentará movilizar a sus partidarios para tomar las calles y subvertir los resultados, lo que ralentizará el proceso de europeización del país.

jitorreblanca@ecfr.eu

El Pais (Es) (España)

 



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