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13/01/2010 | Perú - El virus fujimorista

Martín Santiváñez Vivanco

Fue Tácito, el gran Tácito, el que nos enseñó que "la principal tarea de la historia es conseguir que las malas obras teman adquirir una mala reputación para la posteridad". Alberto Fujimori gobernó el Perú sin temor alguno, pervirtiéndolo todo y hundiendo a la República en la vileza de la corrupción. Pese a ello, sus seguidores, liderados por su hija Keiko, aspiran a recuperar el poder, y marchan firmes en las encuestas, seguros de su poder. Si la historia es justa, las malas obras del fujimorismo, tarde o temprano, terminarán por imponerse.

 

Aunque se acaba de confirmar la sentencia que lo condena a 25 años de prisión, lo cierto es que Fujimori, en el Perú, aún tiene arrastre, caudal, masa. Triunfó sobre Vargas Llosa, contribuyó a vencer al terrorismo, luchó contra la pobreza y, por encima de todo, le devolvió al país el optimismo, la esperanza, la fe ciega en que el cambio era posible y que tras el Rubicón senderista existía la tierra prometida de un Estado eficaz, lleno de honradez, tecnología y trabajo. Sin embargo, en vez de asentarse como la gran fuerza regeneradora de la política peruana, el fujimorismo prefirió convertirse, pronto, en el refugio por antonomasia de la corrupción, templo oscuro del nepotismo y cátedra solemne de la más abyecta miseria moral.

El fujimorismo se entregó a todas las perversiones de la política, perpetró graves crímenes sociales y se revolcó, soberbio, en la candidez perturbada del error público. Viciado de origen, el fujimorismo, políticamente, no tiene perdón. Y ello es así porque su glorioso líder, hambriento de poder, aceptó gustoso convertirse en el súcubo de Vladimiro Montesinos, un Rasputín de medio pelo que capturó a las Fuerzas Armadas y devastó al país.

Pero la seducción montesinista no ha cesado. Pervive en la praxis fujimorista, en la errada convicción de que el fin justifica los medios y que salvo el poder, todo es ilusión. Esta mezcla de doctrina utilitaria y praxis navajera -maquiavelismo criollo, le dicen los Leporellos de Keiko Fujimori- ha terminado por contaminar a un alto porcentaje de la población peruana, cansada de sucesivos gobiernos incapaces de revertir la pobreza extrema e infundir una nueva tónica en el debate político del día a día.

Pese a todo, y aunque entre la mayor parte de los políticos peruanos reine la más absoluta mediocridad, nada ni nadie debe conducir al viejo Imperio incaico a los brazos podridos de Fujimori. Su fariseísmo no tiene límites y sus operadores compiten con él en la triquiñuela barata, la anomia intelectual y el populismo electoral. Contemporizar con Alberto Fujimori es pactar con la muerte civil. Es tanto como inocularse la verruga. Es hacerle el harakiri al Perú.

Porque el fujimorismo es un virus. Un virus letal. Una bacteria perversa que ataca al sistema inmune de la democracia peruana. Un virus porcino, mutante, expansivo, que pretende reciclarse en torno a un rostro joven y simpático, bonachón y campechano. Eso sí, carente de ideas y programas, preso del mismo pragmatismo y reo para siempre de un delincuente convicto y confeso. Estamos ante una cepa evolucionada, maligna, del movimiento Cambio 90, que se oculta tras un nuevo rótulo para embestir de nuevo, tras un lapso prudente. ¿Qué es, si no, Fuerza 2011? Los principios no varían, la estrategia sigue siendo la misma y lo peor de todo es que, pese a una década de democracia formal, el fujimorismo continúa siendo una salida política para muchos peruanos, de todas las clases sociales.

El virus fujimorista amenaza con extenderse. Los escándalos de corrupción que penden sobre sus competidores -"todos roban, por lo menos Fujimori hizo cosas"- pueden darle alas a una posible resurrección electoral. Para evitar la septicemia, los portadores deben extremar la higiene política y salvar el honor del Perú. Los demás hemos de aplicar una estrategia de prevención comunitaria, inoculando antivirales en el torrente sanguíneo de la patria (libertad, libertad, siempre libertad) y fortaleciendo las anémicas instituciones nacionales, pues de ello depende la salud de la democracia sudamericana. De lo contrario, la influenza dantesca del bacilo KF-FN2011 desatará una auténtica pandemia, condenando a los peruanos al exterminio de una triste muerte por complicación. 

**Director del Center for Latin American Studies de la Fundación Maiestas
martin.santivanez@maiestas.es

El Universal (Ve) (Venezuela)

 


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