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12/01/2010 | La guerra de Vietnam acabó en 1975 pero ellos sigue luchando

David Jimenez

Son un grupo de viejos soldados desdentados, mal armados y sin fuerzas. Hace 40 años, formaron un reluciente ejército de 40.000 hombres entrenados por Estados Unidos para mermar el apoyo de los comunistas de Laos al Vietcong. El periodista de «Crónica» (El Mundo, España) viaja en busca de los últimos supervivientes Hmong que aún siguen en guerra y visita los campos sembrados por el Ejército norteamericano con 78 millones de bombas racimo.

 

No hay señales que indiquen el camino ni carteles de bienvenida. Los mapas han omitido la existencia de este rincón del mundo durante décadas y los que aciertan a situarlo en el remoto norte de Laos advierten que se trata de una «zona de acceso prohibido». Ni siquiera cuando se ha llegado -o se cree haberlo hecho-, puede uno estar seguro de haber dado con Long Chen, La Ciudad Fantasma.

Un soldado laosiano afeita a navaja a uno de sus oficiales mientras otros dos montan guardia en un aislado y polvoriento puesto militar, al final de un camino de arena y piedras que parte la jungla en dos.

-¿Cómo se llama este lugar? -pregunta el guía local.

-Long Chen -confirma el soldado-, pero ustedes no deberían estar aquí. Tienen que dar la vuelta.

Lo remoto de su localización y el empeño de americanos primero y laosianos ahora por mantener su existencia oculta han hecho que Long Chen sea conocido como El lugar más secreto del mundo. Desde aquí, en la clandestinidad más absoluta, la CIA organizó el más intenso bombardeo de una población civil de la Historia. Fue durante la Guerra de Vietnam, en un intento de mantener la neutralidad de la vecina Laos y cerrar el paso a los comunistas.

Poco queda de la que llegó a ser la segunda mayor ciudad del país: apenas unas cuantas cabañas, algunos campesinos y la pista de aterrizaje. Pero algunos de los guerrilleros Hmong que una vez la ocuparon, luchando del lado de EEUU, siguen agazapados en las junglas de los alrededores. Son los últimos de Vietnam: entrenados y armados por la CIA para luchar de su lado en Indochina, se resisten a dar por finalizada una guerra que para el resto del mundo terminó hace más de 30 años, en 1975, «viven de lo que les da la selva, duermen en los árboles y de vez en cuando nos atacan en emboscadas», explica Kham, uno de los soldados de protección impuestos por el Ejército de Laos para permitir a Crónica adentrarse en un territorio con supuesta presencia rebelde. «Hace poco se nos entregaron 30 de ellos, surgieron del bosque como fantasmas. Algunos habían nacido en la jungla y no habían visto la civilización».

LA BASE INVISIBLE

La zona militar especial de Saisombun, donde se encuentra Long Chen, es una región montañosa de carreteras que mueren en ríos o acantilados, aldeas donde la mayoría de la población jamás ha visto un extranjero y bosques impenetrables. Agentes de los servicios de inteligencia estadounidenses recorrieron estos mismos caminos en 1963: buscaban el lugar idóneo para instalar una base militar desde la que dirigir las operaciones militares contra los comunistas laosianos.

Eligieron Long Chen (Valle Claro) porque estaba bien protegido por montañas y situado a casi 1.000 metros de altura, disponía de espacio suficiente para construir una pista de aterrizaje y, sobre todo, se encontraba lo suficientemente aislado como para que nadie supiera de su existencia. Washington construyó su base secreta y una ciudad surgió a su alrededor: primero fueron unas pocas tiendas de provisiones, después barrios enteros y finalmente toda una urbe clandestina formada por 40.000 guerrilleros de la etnia Hmong y sus familias. En su obsesión por mantener el lugar oculto, la CIA llegó a crear una réplica de la base original al otro lado de las montañas, mostrándosela a los congresistas americanos que venían de visita y manteniendo así la ficción que permitió al presidente Richard Ni xon asegurar en 1969 que no había «fuerzas de combate americanas» en el país. En realidad, los americanos llevaban cinco años bombardeando Laos.

BOMBAS POR COMIDA

El pequeño país asiático se había convertido en el campo de entrenamiento de la primera guerra exclusivamente aérea de la Historia, la antesala de operaciones de conflictos futuros en Irak o Afganistán. Las ya de por sí permisibles reglas de combate aéreo impuestas en Vietnam -altura, selección de objetivos, respeto de templos religiosos, etc.- fueron ignoradas en lo que pilotos americanos admiten ahora eran misiones destinadas a «bombardear cualquier cosa que se moviera». Poblaciones civiles fueron arrasadas en más de 584.000 misiones en las que se disparaba hasta a los perros callejeros. «Aniquilamos a toda una civilización. La borramos del mapa. Incineramos a todo un pueblo», dice Fred Branfman, el estadounidense que denunció por primera vez la Guerra Secreta cuando se encontró con miles de refugiados laosianos huyendo de los bombardeos en 1969.

La pista de aterrizaje desde donde se llevaron a cabo las operaciones fue filmada por primera vez meses atrás por el documentalista alemán Marc Ebele para la película El Lugar Más Secreto de la Tierra. Muchas de las bombas que no explotaron entonces lo hacen ahora, provocando 300 víctimas civiles al año. Y hoy, al igual que entonces, la mayoría de los muertos son mujeres, campesinos o niños, empeñados en buscar el metal de las bombas para venderlo y poder comprarse material escolar, a veces un simple cuaderno y un lápiz, o comida. «De los nueve niños que fueron a jugar aquel día, dos murieron en el acto y el resto han quedado mutilados. Yo perdí al mayor de mis hijos. Tenía 12 años», se lamenta Keolamon, una madre de la región de Sepone, al describir uno de los accidentes recientes documentados por el Programa de Desactivación de Explosivos de Laos (UXO Laos).

En la Llanura de las Jarras, en la Cordillera Annamese, localidades como Phonsavan no tienen un solo edificio en pie anterior a la intervención estadounidense. Los habitantes han improvisado la construcción de sus casas con el material de las bombas y los chatarreros siguen viviendo de los explosivos. En el hospital local, una única cirujana trata las amputaciones de los heridos que, décadas después, siguen llegando a urgencias. No hay dinero suficiente para prótesis y muchos campesinos las improvisan con palos de bambú e incluso con el propio metal de las bombas que los dejaron lisiados en primer lugar. Como el viejo Singin, que ingenió la suya con los restos de una bomba BLU-26.

Desde lo alto, las imágenes de Google Earth muestran las dentelladas de los bombardeos. Campos llenos de cráteres que en la temporada de lluvia se convierten en lagos. Las montañas no han vuelto a ser las mismas: han perdido una media de siete metros de altura por el impacto de las bombas arrojadas por los B-52. Tampoco los campos: sembrados por más de 78 millones bombas de racimo, condenan a la población a la pobreza, impidiendo cosechar en las zonas más fértiles.

Laos, con la mitad de territorio que España, sin costa y atrapado geográficamente entre sus vecinos del sureste asiático, presenta todavía estadísticas de desarrollo de un país recién arrasado por la guerra: poco más de seis millones de habitantes, esperanza de vida de 56 años, apenas 90.000 líneas de teléfono y sólo un 20% de sus carreteras asfaltadas. EEUU dejó como herencia media tonelada de explosivos por habitante, más de lo que los aliados lanzaron sobre ningún otro país durante la II Guerra Mundial y suficiente para convencer a Kham Inthavong de que debía hacer algo.

Kham era sólo un niño cuando Phonsavan fue bombardeado, pero recuerda con detalle que incluso los bebés dejaban de llorar cuando escuchaban el rugido del motor de un avión. La gente evitaba llevar ropa blanca porque podía identificarse desde el aire. Pasaban el día marchando de un escondite a otro. Se refugiaron en cuevas y EEUU ensayó nuevas bombas capaces de penetrar en ellas. Huyeron a los bosques y los aviones empezaron a regarlos con el agente naranja que eliminaba la vegetación y lo incineraba todo.

EL ENGAÑO

«Las bombas han sido mi vida», dice Kham, vestido con su uniforme de desactivador de los mismos explosivos que vio caer de niño. «Nunca entendí y todavía no entiendo por qué nos bombardearon de aquella manera si nosotros no estábamos en guerra y no les hicimos nada». Es una de las muchas contradicciones de la Guerra Secreta: la mayoría de las víctimas no supieron nunca que aquellos aviones que arrojaban su carga sobre ellos despegaban desde su propio territorio, desde el otro lado de las montañas, desde una ciudad que supuestamente no existía.

Mientras los ataques americanos arrasaban regiones enteras desde el aire, los guerrilleros Hmong luchaban sobre el terreno enfrentándose cuerpo a cuerpo con las fuerzas comunistas. Los americanos no eligieron a los aliados al azar: conocidos por su valor y su resistencia, los Hmong habían vivido aislados del resto de la población de Laos y fueron fácilmente reclutados. El dinero ayudó a captar a muchos de ellos, pero otros vieron en Estados Unidos la oportunidad de vengar viejas afrentas con la mayoría lao y la posibilidad de crear una patria propia en Indochina. Long Chen, El lugar más secreto del mundo, fue lo más cerca que estuvieron nunca de lograr su sueño. Lo más parecido a una capital Hmong. Pero EEUU perdió la guerra y abandonó el país.

Los comandantes Hmong de mayor rango, los que tenían contactos en Washington o suficiente dinero huyeron a EEUU tras la caída de Long Chen y todavía viven en el exilio, desde donde han tratado de mantener la lucha viva enviando dinero y armas e incluso organizando golpes de Estado fallidos. Decenas de miles iniciaron una escapada en la que, sin el apoyo ya de los aviones americanos, fueron cazados como moscas en una de las masacres más desconocidas de la guerra en Indochina.

Los más afortunados alcanzaron la frontera con Tailandia, donde han vivido hasta el pasado mes de diciembre. De noche, y sin la presencia de las cámaras, los últimos 4.000 refugiados Hmong fueron expulsados entre protestas de la ONU, ONG y países occidentales que temen que sean castigados. El Gobierno de Laos asegura que la «traición» de quienes se unieron a EEUU para luchar contra su país ha sido perdonada. «Esta gente no tiene nada que temer. Son laosianos y regresan a su casa», asegura Khenthong Nuanthasing, un portavoz del Gobierno comunista.

DESERTORES

Un tercer grupo lo formaban quienes en lugar de huir a EEUU o a Tailandia, se adentraron en la selva para salvar la vida o seguir la lucha. ¿Qué fue de ellos? La primera prueba de que siguen ahí la obtuvieron dos periodistas extranjeros que se toparon con cientos de milicianos durante una expedición en 2003. Al verles, los Hmong se arrodillaron mientras lanzaban alaridos de felicidad, convencidos de que los reporteros eran enviados americanos que llegaban para anunciar el final de una guerra que en realidad había terminado décadas antes.

Nuevos grupos han surgido de la jungla en los dos últimos años, a veces para organizar emboscadas contra los soldados del ejército de Laos y en otras para abandonar una vida en la selva que les condena a condiciones míseras, huyendo siempre durante la noche para ocultarse durante el día. En los últimos cinco años, casi un millar de guerrilleros y sus familias se han entregado al Gobierno, que trata de fomentar las deserciones ofreciendo comida, ropa y un lugar para vivir a quienes bajan de las montañas. Nadie sabe cuántos Hmong quedan aún en la selva y es difícil decir quién pertenece a la guerrilla en unas montañas donde prácticamente todos los hombres van armados. «Muchos desearían una vida normal, pero sus mandos les obligan a seguir la lucha», asegura el capitán Song, al frente de un destacamento cercano a Long Chen.

La capital Hmong cayó en decadencia tras la huida de los americanos y sus aliados. Algunos de sus 200 habitantes salen a recibir a sus visitantes, sorprendidos de ver a extranjeros en la zona. «Vine hace tres años, la mayoría de los vecinos llevamos poco viviendo aquí», dice uno de ellos, mientras ofrece cigarrillos. Kumuang es uno de los dos únicos guerrilleros Hmong que vivieron aquí bajo administración americana. Las tropas comunistas le detuvieron, le enviaron 10 años a un campo de trabajos forzados y tras su liberación le dejaron instalarse de nuevo en el Valle Claro. Los soldados nos impiden hablar con él, pero uno de sus amigos nos transmite las razones que le llevaron a unirse a los americanos. Dice: «Pagaban bien. La vida era fácil. Podía coger un avión y marchar a cualquier sitio. Era una persona importante y pensé que ganaríamos. Perdimos».

La leyenda de los Chao Fa, los invencibles guerrilleros Hmong, ha seguido creciendo en estas montañas por el empeño de un puñado de ellos en mantener viva la causa. La realidad es que hoy son un grupo de viejos soldados desdentados, mal armados y sin fuerzas, acompañados por mujeres y niños nacidos en la selva durante su huida a ninguna parte, que se niegan a cerrar el último capítulo de la Guerra de Vietnam por miedo a las represalias, más que por ideología u orgullo de perdedor. Desvanecida la que fue su única oportunidad de erigirse sobre la mayoría lao, muchos de ellos empiezan a volver al mundo para ganarse un sueldo sin renunciar a sus armas.

«¿La Guerra de Vietnam?», se pregunta un joven Hmong, que monta guardia con un rifle en las obras de reparación de una de las intransitables carreteras de la región. «Yo no había nacido cuando aquello», dice oteando las junglas cercanas, donde los últimos Chao Fa continúan su guerra por sobrevivir.

LA CIUDAD FANTASMA

Más de 30 años después del final de la Guerra de Vietnam, Long Chen sigue siendo un lugar vetado. Aislada en las remotas montañas del centro del país, en su apogeo llegó a tener 50.000 habitantes. Era la segunda ciudad más importante del país, pero su existencia era desconocida incluso por los laosianos. Para acceder a ella hay que viajar a través de la zona militar restringida de Saisombun, por carreteras intransitables durante la época de lluvias y extremadamente difíciles en la seca. Cerca de 200 habitantes es todo lo que queda de la base desde la que la CIA organizó su «guerra secreta» en Laos en los años 60 y 70. La pista de aterrizaje desde donde partían los cazas americanos en sus misiones sigue operativa y es utilizada por el Ejército laosiano, rodeada de algunas de las mansiones de los generales Hmong que vivieron en Long Chen y casetas de edificios oficiales.

El Mundo (España)

 


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