Las próximas elecciones alemanas son más cruciales de lo que cualquier analista podría presumir. No porque se trata del acto eleccionario de uno de los países centrales de Europa Occidental, sino por los enormes desafíos que la siguiente administración tendrá frente a sí. La reactivación de la economía y la profundización de la integración con el sector oriental serán aspectos centrales de la agenda gubernativa futura.

Gerhard Schroder ha tenido que afrontar, independientemente de la complejidad que implica el sistema de gobierno alemán, los embates del estancamiento producido por la avalancha laboral de la economía del este. Sin advertir la grandísima complejidad del tema, los economistas han efectuado previsiones pesimistas y han cuestionado el destino del proceso en su conjunto. Muchos expresaron sus desavenencias con el gobierno argumentando la falta de competitividad que registró la industria local frente a otras regiones y su incapacidad por brindar soluciones urgentes. Lo que ignoran estos análisis –y sin ánimo de salvar el semblante de Schroder- es que la anexión de prácticamente una nación es un trabajo formidable, y que esa falta de competitividad que la crítica alude, se observa también en otros países. Pregunte usted cuál es la opinión de los economistas en Francia o España con respecto a la pérdida de competitividad frente a regiones como la china o el sudeste asiático.

Ciertamente la economía necesita ser incentivada. Renovada en sus condiciones de competencia e innovación. Pero no puede perderse en el análisis general la ecuanimidad del criterio. Alemania debe afrontar tanto la reconversión de sus propios sectores (que demandará ajustes en la estructura laboral) y la integración de un amplísimo mercado de trabajo a la economía de mercado ya formada. Es decir, sufrirá un cuello de botella del que sólo es posible salir con decisión y coraje. El próximo gobierno deberá ser capaz de renovar su economía, producir las reformas estructurales y situar la capacidad competitiva en los primeros lugares. Nada más ni nada menos.

Por ello más que por otra cosa es trascendente esta elección. No porque Europa pueda sentirse incierta ante el cambio de mandato en uno de sus países clave, sino -y esencialmente- por la forma en que el nuevo gobierno conduzca el mejoramiento de las condiciones de vida de los propios alemanes. En esto consiste el verdadero desafío. Las cuestiones regionales (su vinculación con el resto de Europa, por ejemplo) obtendrán mayor o menor aprobación según el desempeño interno. El caso de Francia constituye una comprobación incuestionable de dicha apreciación.

La opositora Merkel parece perder terreno frente a las aspiraciones oficialistas. Su inexperiencia retórica y la dificultad para enfrentar al aparato oficialista ha equilibrado el cause electoral y sitúa a Schroder en condiciones más óptimas que las previamente supuestas. El canciller alemán hace gala, nuevamente, de una tremenda capacidad de convicción y de una autoridad forjada por los años de mandato.

La elección, no obstante, permanece abierta. Los alemanes contarán con un escenario relativamente claro para la contienda electoral y deberán sopesar el desempeño del sector oficialista durante los últimos años, con la capacidad transformadora que la democristiana Angela Merkel podría aportar. Lo que queda perfectamente claro es que, más allá de las aspiraciones individuales, la tarea a emprender es descomunal. Sacar al país del letargo y situarlo a la vanguardia del espacio europeo es algo extremadamente difícil. Más aún cuando la integración de Alemania oriental está aún en los pasos intermedios, y cuando las posiciones económicas globales se hacen más y más competitivas.