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05/08/2005 | Terrorismo y sociedad abierta

Lorenzo Bernaldo de Quirós

En “El Mal Menor”, Michael Ignatieff (Taurus, 2005) indaga sobre los instrumentos de los que disponen las democracias liberales para enfrentarse a la amenaza terrorista y los límites éticos que restringen su conducta para combatirla. Esta es sin duda una de las cuestiones más relevantes de la realidad política contemporánea. Por su propia naturaleza, las sociedades democráticas parecen más vulnerables a los golpes del terror que las cerradas.

 

La existencia de fronteras abiertas, la garantía de las libertades políticas, de los derechos individuales y el conjunto de instituciones propias de los sistemas constitucionales imponen restricciones a la acción de los poderes públicos, también contra la acción de quienes pretenden destruirlos. Esta situación plantea el viejo dilema entre seguridad y libertad al que a lo largo de la historia han respondido con mayor y/o menor éxito los regímenes democráticos.

Entre los partidarios de sacrificar las garantías constitucionales a la necesidad de combatir el terror y los defensores a ultranza de las mismas, Ignatieff adopta una posición intermedia. Para él, la seguridad de la mayoría puede justificar la limitación de los derechos individuales siempre y cuando esas medidas sean temporales, no afecten a colectivos específicos sino a todos los individuos y estén sometidas a control por parte del poder legislativo, de los tribunales y de unos medios de comunicación libres e independientes. Este juego de equilibrios es, a juicio de Ignatieff, el medio adecuado tanto para impedir que la “excepción” se convierta en regla como para evitar la indefensión de las sociedades abiertas frente a sus enemigos.

Aunque, el autor de “El Mal Menor” analiza las diversas modalidades del terror, sus reflexiones más interesantes son las referidas al de procedencia islámica.A diferencia de otro tipo de terrorismo, el representado por Al Qaeda y sus franquicias no tiene reivindicaciones políticas y territoriales precisas o imprecisas ni aspira a la conquista del mundo por parte de las falanges del fundamentalismo islámico. Su objetivo es más perverso. Quieren intimidar y desmoralizar a los gobiernos y a los ciudadanos de los estados civilizados para que forzados por las circunstancias se hagan el “harakiri” y sacrifiquen en nombre de la lucha contra el terror los rasgos básicos de su modo de vida y de sus instituciones.

Con todos los matices que se quiera, ese fue el desafío moral lanzado por los totalitarismos a las democracias en el período de entreguerras del siglo pasado. Eran débiles e ineficaces. La diferencia es que el terrorismo islámico no es identificable con un Estado concreto y, en consecuencia, es un enemigo invisible al que no puede derrotarse con medios militares convencionales. En este marco, la alternativa del nuevo terror puede formularse en los siguientes términos: Si las sociedades abiertas mantienen sus elementos esenciales, pierden la guerra y si los rechazan, pierden el alma.

Cuando el terrorismo no tiene metas “políticas” por falsas o genéricas que sean, es imposible llevar a cabo ninguna transacción. En este escenario, cualquier posible negociación sólo tiene costes y no ofrece ningún beneficio. Así el combate entre Al-Qaeda y las democracias liberales es a vida o a muerte porque la finalidad de la organización u organizaciones inspiradas por Bin Laden es el exterminio, la desaparición de la faz de la tierra de las sociedades abiertas. En esta pugna mortal, la prudencia y la sangre fría, saber que es lo que defendemos –un sistema de vida radicalmente distinto al suyo- son principios fundamentales que es imprescindible tener siempre presentes para no caer en la tentación de recurrir a procedimientos al margen de la ley, a vivir en un permanente estado de excepción para combatir el terror.

Una de las tentaciones es evitar es actuar de modo indiscriminado contra los colectivos musulmanes que viven en las sociedades abiertas. Después del 11-S neoyorkino, del 11-M madrileño o del 7-J londinense, es atractivo convertir en sospechosos a todos los ciudadanos islámicos, ver en cada uno de ellos un potencial terrorista o un colaborador de los atentados pero eso no sólo es una injusticia sino un error. En las democracias liberales, el binomio culpa-responsabilidad es individual. Si se culpabiliza a grupos étnicos, religiosos etc. de convivencia con el enemigo y se actúa en consecuencia, se están conculcando los fundamentos básicos de un Estado de Derecho y además se crean poderosos incentivos para el reclutamiento de una quinta columna favorable o simpatizante con el terror.

El mantenimiento de los derechos constitucionales de “todos” en la lucha contra el terror no es una debilidad de las democracias liberales sino su principal fortaleza. Esa es precisamente lo que las distingue de quienes pretenden acabar con ellas. El terrorismo supone un peligro directo para la supervivencia física de las sociedades abiertas pero también plantea un riesgo más sutil pero también más peligroso, el de la desnaturalización de sus valores esenciales. Esto se produce cuando los gobiernos democráticos hacen suyo el principio de que el fin justifica los medios para terminar con el terror. Cuando se llega a una solución de esta naturaleza, la distinción entre “ellos” y “nosotros” se vuelve imperceptible y la superioridad moral de las democracias liberales desaparece. Tener claras las ideas es básico cuando nos enfrentamos a una guerra larga y sin rostro.

Lorenzo Bernaldo de Quirós es presidente de Freemarket International Consulting en Madrid, España y académico asociado del Cato Institute.

El Cato (Estados Unidos)

 



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