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07/11/2009 | Las reformas y el mercado político

Lorenzo Bernaldo de Quirós

Una de las leyendas urbanas más extendidas entre los políticos de todos los partidos es aquella según la cual, las reformas estructurales tienen un elevado coste electoral. Nadie duda de su necesidad pero la mayoría de los gobiernos y de sus alternativas tienen horror a acometerlas por miedo a perder o a no ganar los comicios.

 

Si el objetivo de los partidos es maximizar votos como el de los empresarios es conseguir el mayor beneficio posible, asumir esa hipótesis establecería una incompatibilidad absoluta entre la lógica de la política y la de la economía. Superar esa restricción sólo sería posible si emergen líderes visionarios con rasgos heroicos e incluso con un vocación suicida, es decir, capaces de sacrificar sus intereses a corto plazo, en aras de beneficios a largo de los que se beneficiarían sus competidores. Es evidente que este tipo de estadista no abunda, lo que conduciría a la imposibilidad de transformar el status quo económico, salvo en situaciones extremas.

Los teóricos de las reformas siempre han considerado las crisis como una oportunidad para introducir cambios imprescindibles que serían inaceptables en un escenario “normal”. Sin embargo, esta tesis no es demasiado consistente. Los grandes cataclismos económicos algunas veces han permitido desarrollar programas sensatos mientras en otras ocasiones han dado paso a todo lo contrario, a agendas populistas e intervencionistas que sólo sirven para empeorar las cosas. Los escenarios críticos produjeron a Reagan y a Thatcher pero también a Chávez y a Kirchner por citar ejemplos emblemáticos de ambos casos. La Gran Recesión del período 2007-2010 ha conducido a una espectacular expansión de las funciones del Estado que, si no se corrige, terminará por desestabilizar y reducir el crecimiento de la economía global. Los ejemplos serían casi infinitos…

A simple vista, los proyectos de reforma radical, en el sentido de ir a la raíz de los problemas, estarían condenados al fracaso. Sin embargo, esta apreciación es errónea. Si se examinan los resultados de las consultas electorales en 21 países de la OCDE durante el período 1985-2004, los resultados son claros: los gabinetes reformistas, incluso si sus políticas fueron rechazadas inicialmente por amplias capas de la población, ganaron la reelección. Desde esta perspectiva, los datos refutan la verdad convencional, asumida por el grueso de la clase política, de que existe una correlación robusta entre reformas y derrota electoral. Esto significa que los votantes no castigan a los gobiernos o a los partidos con agendas transformadoras de calado.

¿Por qué las reformas son rentables electoralmente? La respuesta es clara: porque se traducen en un mayor crecimiento de la economía y del empleo. El ámbito de los cambios estructurales abarca las siguientes áreas: sistema de protección al desempleo, impuestos sobre el factor trabajo, regulaciones de los mercados de factores y de productos, salarios públicos y pensiones. En presencia de altos niveles de déficit/deuda pública, la puesta en marcha de un proceso de consolidación presupuestaria consistente en el tiempo y creíble también desempeña un papel fundamental. Las empresas y las familias anticipan que no habrá subidas impositivas futuras para financiar el endeudamiento y, en consecuencia, gastan e invierten más. Por su parte, los mercados de capitales consideran que las necesidades de financiación del Estado disminuirán lo que hace caer los tipos de interés. La combinación de esas medidas estimula la oferta y la demanda y, por tanto, la actividad económica y la creación de empleo. Esto aumenta las probabilidades de reelección.

Por otra parte, los paquetes reformistas tienen un impacto más intenso y más rápido cuando el punto de partida es una economía rígida. La razón es evidente. Los cambios eliminan o debilitan las restricciones regulatorias e institucionales que reducen el potencial de crecimiento y, de este modo, liberan la energía creadora atenazada por ellas. Eso está muy bien, diría un observador imparcial, pero qué hacer ante la oposición de los grupos anti reformistas, en concreto, de todos aquellos a quienes los cambios perjudican o creen que así es, al menos, en el horizonte inmediato. De hecho, la movilización de los grupos de interés favorecidos por el status quo ha abortado muchas iniciativas de reforma en el pasado y los gobiernos han sucumbido a su fuerza. La Teoría de la Elección Pública enseña que esos pequeños y poderosos grupos tienen mayores incentivos para movilizarse que el conjunto de la población, porque los beneficios del statu quo se concentran en pocos mientras sus costes se distribuyen entre muchos. Ese planteamiento es correcto pero se ve corregida por un factor. Una vez que se introducen las reformas y éstas tienen éxito generan coaliciones mayoritarias que las sostienen.

Por último es necesario realizar dos observaciones adicionales sobre el comportamiento de los electores: primera, la asunción de que son miopes y no enjuician la labor del gobierno en su conjunto sino la de los dos años precedentes a la elección; segunda, los electores son completamente racionales y valoran la gestión gubernamental durante todo su mandato. De adoptar una u otra opción se pensaría que los votantes tendrán una diferente predisposición a apoyar o no a un gobierno. La evidencia empírica muestra que tanto en uno como en el otro caso, las opciones de reelección del gabinete reformista son prácticamente las mismas ( Buti M, Turrini A., Van den Noord P, Biroli, P., “Defying the ´Juncker Curse´: Can reformist Governments Be Re-elected?”, European Economy, May 2008). Esto es, si Rodríguez Zapatero se transmutase en un reformista radical, su opción de ganar los próximos comicios aumentarían en lugar de reducirse. Obviamente, lo mismo puede decirse del principal partido de la oposición. Tendría mayores opciones al triunfo si formulase una alternativa de esas características.

En conclusión, el temor a pagar un precio político insoportable si un gobierno se embarca en un plan de transformación radical de la economía se ve rebatida por los hechos. Obviamente, no vale cualquier plan reformista sino uno de corte liberalizador y asentado en la ortodoxia macroeconómica. Por eso en el club de las reformas exitosas no están ni se espera a los ejecutivos que apuestan por aumentar la rigidez de los mercados, elevar los impuestos y conducir las finanzas públicas a posiciones insostenibles.

El Cato (Estados Unidos)

 



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