Una estaría basada en el mercado y en la ortodoxia macroeconómica; otra apoyada en el dirigismo y en un keynesianismo primitivo. El enfoque intervencionista y regulatorio, con su fuerte énfasis en la coordinación y en la armonización de políticas y legislaciones, se está imponiendo de manera progresiva a una visión de la economía europea sustentada en los principios del libre mercado. Desde esta perspectiva, los aspectos liberales de la agenda diseñada en la Cumbre de Lisboa están heridos de muerte y el objetivo de convertir en 2010 la UE en la economía más competitiva y dinámica del mundo es una utopía. Esta afirmación se ve respaldada tanto por el certificado de defunción extendido al Pacto de Estabilidad y Crecimiento como por el rechazo de la Directiva para liberalizar los servicios.

En la práctica, el discurso imperante en la UE es pura retórica. Los reaccionarios, liderados por el eje franco-alemán, utilizan una pomposa verborrea que pone en circulación grandes conceptos —competititividad, sociedad del conocimiento, empleabilidad, etc— para mantener sin fisuras el status quo, definido como modelo social europeo, lo que supone paralizar cualquier reforma que pueda alterarle. A la vez, los eurócratas están muy ocupados escribiendo sesudos libros blancos que nunca llegan a materializarse. Entre unos y otros intentan crear la sensación de que algo se mueve en la Vieja Europa cuando lo que en realidad hacen es poner en práctica el viejo lema de Lampedussa: “Es preciso que algo cambie para que todo permanezca igual”. En este marco, la única estrategia europea en curso es la definida por el inmovilismo, por un narcisismo estéril y suicida.

Cuando se analizan las proclamas formuladas para hacer de Europa la economía más competitiva del mundo y se contrastan con las medidas apuntadas en Lisboa para lograrlo, uno de da cuenta de que todo es un ampuloso ejercicio de euroverbosidad. Si se es algo peor pensado, los únicos aspectos de la agenda lisboeta que se van a desarrollar son los relacionados con programas que se traducen en más gasto público en I+D+i, en infraestructuras, en educación, etc., aparcando los dirigidos a flexibilizar los rígidos mercados continentales, sobre todo el laboral, o a reformar el Estado del Bienestar. Este juego “orwelliano” permite seguir hablando de la agenda de Lisboa sin acometer ninguna reforma estructural y, al tiempo, justificar la existencia de déficit crónicos en los grandes Estados de la UE. No sólo no se camina hacia el ambicioso horizonte de Lisboa, sino que ni siquiera se acaba de culminar la creación del Mercado Único, como refleja el rechazo de la Directiva Bolkstein.

En este contexto, el “asesinato” del PEC era una consecuencia inevitable, la crónica de una muerte anunciada. Desde que se permitió a Francia y Alemania incumplir sus compromisos presupuestarios en el Consejo del 25 de noviembre de 2003, el Pacto estaba muerto. Su defunción no ha sido causada por su supuesta rigidez, sino porque Francia y Alemania no han estado dispuestas a poner sus finanzas públicas en orden. A partir de ahora, el control de los déficit presupuestarios en el seno de la UEM será una pura arbitrariedad y dependerá de la mayor o menor fortaleza política de los Estados. En suma, los franceses, los alemanes y, en menor medida, los italianos podrán tener sus finanzas públicas desequilibradas cuando lo deseen y por el tiempo que quieran sin sufrir sanción alguna por ello. La realpolitik se ha impuesto a la racionalidad económica, al menos, para los más fuertes.

Con los componentes liberalizadores de la Agenda de Lisboa paralizados, la Unión Europea renuncia a crecer, a generar puestos de trabajo y a competir en los mercados mundiales. Es más, la oposición francesa a la Directiva sobre los servicios indica que el Hexágono está dispuesto a vetar todas las iniciativan que perjudiquen sus intereses y a imponer al resto de los Estados de la UE sus ineficiencias en nombre de la armonización legislativa para evitar el dumping social o cualquier otra ventaja competitiva que cualquier país tenga frente a Francia. Con el PEC difunto, la policy mix de la zona del euro se deteriora en el corto plazo y la deuda pública aumentará en el largo. Francia, Alemania e Italia mantienen posiciones fiscales insostenibles en un horizonte temporal no muy lejano. Según Standard and Poor's, la ratio deuda pública/PIB en los países del eje será del orden del 200% hacia la mitad del siglo XXI. Ante la renuncia de las instituciones de la Unión a imponer la disciplina presupuestaria a sus miembros, el BCE se verá forzado a endurecer su política monetaria para compensar la laxitud de la fiscal. Ese movimiento, inevitable en todo caso, será mucho más intenso en un escenario de crónica indisciplina presupuestaria.

Europa va cada vez peor y los intereses de Francia y de Alemania se imponen una y otra vez a los del resto de los Estados de la UE.

Lorenzo Bernaldo de Quirós es presidente de Freemarket International Consulting en Madrid, España y académico asociado del Cato Institute.