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11/10/2008 | La región 'blindada'

Julio María Sanguinetti

Desde 1929 no se ha visto algo igual. Y, como siempre, todos miran al Estado cuando las papas queman. Confirmando a la historia, en el terror del naufragio económico, las soluciones políticas manejadas por los Estados son los únicos salvavidas disponibles.

 

Normalmente, hasta el día antes han sido despreciados tanto el Estado como la política, y quizás nunca como ahora ha sido más rotunda la paradójica contradicción, con un Gobierno republicano en el timón de la Casa Blanca comprando activos bancarios deleznables, nacionalizando empresas de seguros y salvando bancos de inversión de aventuras fantasiosamente especulativas. En grande, lo que en chico hemos hecho los países subdesarrollados más de una vez, cuando se nos ha caído la estantería, con los consiguientes retos de los organismos internacionales.

Escribimos desde el Cono Sur de América, donde aún no hay conciencia de la crisis. Se la mira como a un hecho lejano, como a los aviones terroristas de las Torres Gemelas, algo horrible que ocurrió y que presumiblemente nos pueda causar alguna molestia, pero no mucho más. Los diarios y la televisión informan de la situación y los analistas especulan; a nivel colectivo, sin embargo, ni en Santiago, ni en Buenos Aires, ni en San Pablo, ni en Montevideo hay alarma. Los gobiernos, naturalmente, llaman a la calma, pero se advierte un peligroso tono de "tout va tres bien, Madame la Marquise...".

Algunos gobiernos, incluso, se han tomado a broma la cuestión, sacando pecho con nuestra superioridad frente a quienes, hasta hace poco, nos daban lecciones de desarrollo.

No hay duda de que estamos ante una crisis financiera y que, como todas las de su naturaleza, convoca a todos los odios. Las finanzas son algo bastante misterioso y no hay nada como algo que no se conoce bien, para que se le odie. En ellas no hay producción tangible, no hay creación visible, y lo único que se ve es jugar con las subidas y las bajadas del mercado para obtener ganancias que no responden al trabajo, sino a las habilidades de un oficio extraño, a la audacia y a la suerte. En el caso, ni siquiera se trata de los bancos comerciales tradicionales que viven de prestar dinero, actividad repudiada por todas las religiones. Ni siquiera eso. Aquí no se sabe si es dinero. Son papeles que indirectamente refieren a operaciones reales, pero que son solo papeles, papeles que se emiten sobre otros papeles y así sucesivamente. El fin no son los objetos, sino el dinero; aquellos son apenas el pretexto. En una palabra, estamos ante algo naturalmente llamado a convocar los odios. Exacerbados, además, por la "plata dulce" de las fortunas amasadas por los ejecutivos de estas empresas, que han exhibido estos años automóviles, yates y relojes concebidos para la envidia.

Como dice Felipe González, "de broma, pero en serio, podríamos decir que el capitalismo no se contrapone al comunismo, por extinción de este, sino que se mira en su propio espejo y constata que la imagen que le devuelve es fea y fuera de control". El hecho es que nunca se dijo que el capitalismo fuera hermoso. Es eficaz, tan eficaz como un revólver o el filo de un bisturí. Depende de cómo y para qué se usen. Es un sistema derivado de la propiedad privada y la economía de mercado, pero que asume modalidades diferentes y procedimientos muy variados. Hace ya unos cuantos años, cuando caído el Muro de Berlín, la señora Thatcher y el presidente Reagan ensayaban su revolución liberal (o neoliberal, o conservadora, o neoconservadora), Michel Albert, antiguo comisario general del plan francés y presidente de una gran compañía de seguros, escribió un excelente libro, "Capitalismo contra capitalismo", en el que oponía dos concepciones del mismo sistema: el modelo "neoestadounidense", fundado en el éxito individual, las expansiones rápidas y el provecho financiero a corto término, por oposición a lo que llamaba el "modelo renano", practicado en Alemania, Suiza y de algún modo en Japón, menos seductor, más calmo y volcado hacia el éxito colectivo. El primero tenía --y tiene--la bolsa como escenario, donde las empresas son financiadas por miles de inversores que ni idea tienen de cómo están manejadas, mientras el otro descansaba --y descansa-- en la banca comercial, siempre desconfiada, siempre pidiendo garantías, recelosa de los crecimientos rápidos.

Es evidente que hoy estamos ante una crisis de esa primera modalidad, que por cierto no caerá, pero que llevará la báscula hacia el otro lado: regulación del Estado, desconfianza a la especulación febril, búsqueda de seguridades más que de ganancias.

El hecho es que nuestros países, que miran y contemplan, comenzarán --inevitablemente-- a sufrir un proceso de ajuste. La fiesta terminó. La soya, princesa de la agricultura en la última década, ha perdido 30% en un mes, a la hora de escribir estas líneas, y nadie sabe bien en qué terminará. Lo mismo viene ocurriendo con los demás alimentos, notoriamente con el petróleo y presumiblemente con las materias primas en general. La exportación de esos productos generó aumento de actividad y grandes recaudaciones fiscales. Ha de pensarse que esas grandes recaudaciones disminuirán --y aunque no se caigan a los niveles anteriores-- y en la mayoría de nuestros países se enfrentarán a presupuestos públicos notoriamente acrecidos. Nunca ha habido tantas reservas, es verdad, pero bien sabemos que si se empiezan a disminuir por la aparición de déficit, llevan a la temible corrida hacia abajo.

De todo lo cual resulta que, sin ser agoreros, no hay duda de que el ciclo ha cambiado. Algunos han despilfarrado los buenos años, como Venezuela, compradora de armas y empresas extranjeras, otros los han aprovechado, como Brasil o Perú, receptores de fuertes inversiones. Pero unos y otros tendrán que mirar esto con prudencia. Y no soñar con que estamos "blindados". Porque en este mundo globalizado nadie deja de degustar algún bocado cuando viene el festín, pero, por suerte o por desgracia, nadie está inmunizado para las epidemias.

El Comercio (Pe) (Peru)

 


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