En las últimas dos décadas, desde que el presidente boliviano Hernán Siles Zuazo renunció bajo presión en 1985, ha habido por lo menos 14 presidentes democráticamente electos de América Latina y el Caribe que fueron forzados a renunciar a su cargo. En la mayoría de los casos, fueron derrocados por golpes legislativos o disturbios en las calles en que los militares se rehusaron a restablecer el orden.

Tan sólo en Ecuador, tres de los últimos siete presidentes fueron forzados a dejar su cargo en los últimos diez años. Uno de ellos, Gustavo Noboa, era tan consciente de su debilidad política que cuando le pregunté al poco tiempo de haber tomado posesión de su cargo si creía que podría terminar su mandato, me dijo --encogiendo los hombros con resignación-- que ``Yo soy como los miembros de Alcohólicos Anónimos: tomo las cosas por un día a la vez''.

Entre otros presidentes de América Latina y el Caribe que renunciaron bajo presión están los argentinos Raúl Alfonsín en 1989 y Fernando de la Rúa en el 2001, el boliviano Gonzalo Sánchez de Losada en el 2003 y el haitiano Jean Bertrand Aristide en el 2004.

La buena noticia es que la mayoría de los presidentes expulsados han sido reemplazados por sus vicepresidentes, manteniendo el estado de derecho. La mala noticia es que, cada vez más, las circunstancias que rodean estos cambios de gobierno son cada vez más confusas, y la legimitidad de los presidentes entrantes es cada vez más cuestionable.

Muchos observadores están llegando a la conclusión de que el sistema político latinoamericano --hecho a semejanza del de Estados Unidos-- no está funcionando porque a diferencia de Estados Unidos, la mayoría de los países de la región tienen tres o más partidos políticos. Esto lleva a la elección de presidentes débiles y a la parálisis política.

Presidentes electos con menos de una tercera parte de los votos y con congresos en manos de la oposición no pueden gobernar en una región con altas tasas de pobreza y descontento social. Como resultado, muchos presidentes de América Latina son tan débiles que se caen, o bien se pasan de la raya y se convierten en dictadores de hecho.

''Hay que buscar una nueva fórmula, porque el presidencialismo no está funcionando'' dice Daniel Zovatto, director para América Latina del Instituto Internacional para la Democracia y Asistencia Electoral, una institución internacional con sede en Suecia.``Habría que diseñar un sistema semipresidencial, donde el presidente tenga la responsabilidades de un jefe de estado, como la defensa nacional y las relaciones exteriores, y haya un primer ministro que se encarge de la administración del día a día''.

Quienes apoyan esta idea proponen un sistema como el de Francia, Portugal o Finlandia, donde el presidente gobierna con un primer ministro nominado o aprobado por el Congreso. Otros proponen un sistema parlamentario, como en Inglaterra, donde el Congreso elige un primer ministro fuerte.

En cualquiera de los dos casos, el sistema funcionaría como un carro con dos motores: cuando hay un presidente con mayoría en el Congreso, el motor del presidente conduce el país; cuando hay un presidente con un Congreso de oposición, entra a funcionar el motor del primer ministro electo o aprobado por el Congreso.

Estas ideas no son nuevas en América Latina. Brasil realizó un referéndum para convertirse en una democracia parlamentaria en 1993, y la idea fue derrotada. Países como Argentina y Perú crearon posiciones de jefes de gabinetes en los noventa, pero en la mayoría de los casos eran designaciones presidenciales, sin la necesaria participación del Congreso.

Mi conclusión: Crear primeros ministros al estilo europeo en América Latina sería una buena idea.

Países con presidentes poco duraderos, como Ecuador, se beneficiarían con primeros ministros desechables, que puedan servir como fusibles en situaciones de crisis. Y países que sufren de parálisis política, como México, donde el presidente Vicente Fox no ha sido capaz de lograr que el Congreso dominado por la oposición apruebe una sola de sus propuestas, un primer ministro designado por el Congreso tendría más posibilidades de hacer aprobar leyes.

Con primeros ministros, tal vez los países de América Latina serían como Italia: democracias ruidosas, con protestas callejeras, partidos que se intercambian insultos, y primeros ministros que van y vienen, pero sin afectar el estado de derecho ni la estabilidad económica.