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23/07/2008 | Cultura para la muerte

Oscar Elía Mañú

A lo largo de los siglos, la preocupación más profunda y casi obsesiva de los teóricos del liberalismo y la democracia estaba en salvaguardar la vida de las personas respecto a otras personas y respecto a la acción del Estado.

 

En levantar barreras para que la vida humana no dependiera de las decisiones del poder público. Esto, hasta hoy indiscutible, está cambiando. Las sociedades occidentales están girando en sentido contrario, hasta el punto de defender la legitimidad del Estado para matar, al principio o al final de la vida.

 

¿Qué está ocurriendo? Al menos tres causas explican el cambio. Primero, los avances científicos y técnicos han aumentado esperanza de vida de las personas enfermas o ancianas. Segundo, la crisis cultural occidental hace que sus ciudadanos rechacen los problemas que plantea la vida, y vean en ello un derecho. Tercero, la crisis ideológica de la izquierda: obsesionada con la “liberación”, no se ha detenido en la liberación económica, de género, sexual o pedagógica, sino que ha llegado al extremo de considerar que eliminar la propia vida constituye el acto supremo de liberación, hasta el punto de considerarlo “digno”.

 

Ante esto, la angustia está justificada: Si uno tiene el derecho a morir, entonces es que el Estado tiene el deber de matar. Matar a sus propios ciudadanos. Y por tanto a establecer las medidas institucionales, legales y técnicas para acabar con la vida de los suyos. Las propuestas socialistas anunciadas en el congreso del PSOE, apuntan precisamente a esto: a la constitución de un Estado para la muerte guiado por criterios ideológicos. ¿Exageración? Desde luego no para quienes vean que su enfrentamiento con la muerte es considerado indigno por un gobierno que lo único que le propone es el suicidio.  

 

Hablar de “muerte digna” es, en el mejor de los casos, equívoco, y en el peor, una manipulación. La muerte es la negación de la vida; en cuanto tal, ni es digna ni deja de serlo. Por el contrario, toda vida humana es igualmente digna, se encuentre en la situación en que se encuentre. Algo que los apóstoles del suicidio asistido niegan sin inmutarse, condenando a quien no puede o no quiere aceptar el suicidio, a la categoría de enfermo “indigno”.

 

Este es el hecho fundamental: en nombre de la libertad para elegir, lo que se está haciendo es imponer una determinada visión del bien, del mal, del hombre y de la muerte. El Gobierno habla de libertad, pero al mismo tiempo impone de manera masiva e implacable unos dogmas sociales que se imponen uno tras otro.  Conviene no llamarse a engaño: Esta pesadilla totalitaria se está desplegando ya ante nuestros ojos en clínicas y hospitales, donde la cuestión de cómo matar tiene cada vez más importancia. Las primeras víctimas de esta ideología son los médicos de las unidades de cuidados intensivos y decuidados paliativos. Sus criterios profesionales se supeditan a un nuevo mandamiento: el paciente digno es el paciente que quiere morir.

 

Lo políticamente correcto aplicado a la eutanasia está sustituyendo juicios profesionales, hurtando a los médicos deberes, derechos y responsabilidades hacia el paciente. Cada vez más, sus decisiones vienen impuestas por protocolos de bioética, por reglamentos pretendidamente legales y por la moral de la muerte que Gobierno y medios de comunicación extienden por la sociedad. Su libertad está cada vez más cuestionada. 

 

Pero esta moral se impone también a los propios pacientes y a sus familiares. Se les otorga una autonomía y una libertad para elegir al tiempo que se les bombardea masivamente con mensajes a favor de la muerte y el suicidio. Nunca como hasta ahora los pacientes han tenido la capacidad de decidir: nunca como hasta ahora han estado más adoctrinados, y su libertad más devaluada intelectualmente. La apoteosis de la muerte se abre paso, a golpe de propaganda masiva, en las conciencias de los pacientes españoles.

 

Bajo unos fantasmales derechos, bajo una supuesta defensa de la calidad de vida o la dignidad, el Estado se impone a médicos y pacientes dictándoles a los primeros cuándo y cómo deben matar, y a los segundos cuándo y cómo deben morir. Hoy en día, la propaganda sobre el tema está enturbiando gravemente los juicios y argumentaciones de médicos y pacientes, empujándoles hacia la creencia de que la muerte es mejor que la vida, y de que ésta debe quedar en manos del Estado. Al médico se le convertirá en un simple ejecutor; al ciudadano, se le ubicará en el punto de mira de la morfina, el potasio y los sedantes. Todo ello bajo el manto del silencio de la tolerancia y el progreso.

 

¿Existe una alternativa a la cultura para la muerte? Sin duda. Los médicos dedicados a los cuidados paliativos denuncian la falta de recursos, el poco número de unidades dedicadas a ayudar a los enfermos a vivir más fácilmente sus últimos momentos. El suicidio se desea por razones conocidas y solventables en su mayor parte, afirman; el miedo al dolor, la fatiga física, la pérdida de la autonomía, la sensación de ser una carga o la desesperanza son las que empujan al enfermo a un callejón sin salida. Su tratamiento exige un cuidado integral, que hoy en día no se les proporciona. Quienes los tratan advierten de que quien pide ayuda para morir está realmente pidiendo ayuda para vivir, y a eso sí puede y debe dedicarse el Estado. Una sociedad para la vida debería volcarse en proporcionar los recursos materiales y humanos necesarios para ello.

Publicado en Época, 18 de julio de 2008

Grupo de Estudios Estratégicos (España)

 



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