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05/09/2002 | Ética o Corrupción. El dilema del nuevo milenio

Rodolfo Arland

La ética es la convicción humana de que no todo vale por igual de que hay razones para preferir un tipo de actuación a otros - Fernando Savater

 

Ética

A partir de las constantes denuncias de corrupción de nuestra Latinoamérica contemporánea, la ética, disciplina que antes estaba reservada sólo a la filosofía, se ha convertido en una demanda común de nuestras sociedades. Entiéndase bien que la demanda ética no sólo se focaliza al gobierno que, como representante de la mayoría, es quien debe dar el ejemplo sino también a toda la oposición (que representa al resto de la sociedad). Hoy la clase política está sospechada de corrupta, no porque todos roben sino porque muestran una imagen de autores, cómplices, encubridores o, lo que es peor aún, indiferentes. Así la corrupción navega sobre el inconsciente colectivo y, si el modelo deseable estimula el éxito económico a cualquier costo, la corrupción se convierte en un subproducto casi inevitable que refleja, en palabras de Saltos Galarza (1999), la epidemia de fin de siglo.

Definimos a la ética como el campo de la teoría filosófica que averigua los fundamentos racionales de las conductas y prácticas humanas y sociales. Cada grupo humano, en su idiosincrasia cultural e histórica modela esa ética en costumbres, modos de actuar y maneras de ser. Que es lo que se conoce como moral.

La diferencia entre ética y moral resulta muy clara al leer a Cortina (1995) cuando afirma que la ética, si bien incide también en las decisiones correctas de la conducta humana, lo hace a través de cánones o fundamentos morales, es decir, no señala lo que es bueno o malo hacer (moral) sino cuándo lo es (ética). En realidad, la ética es un juicio que se expone socialmente sobre las conductas de los seres humanos que componen la sociedad. La ética trata sobre los principios del deber hacer, mientras que la moral modela esa ética en costumbres, modos y maneras de hacer. Resumiendo, la moral es lo que se practica y la ética piensa cómo debe ser esa moral.

Entre los paradigmas más representativos de la ética, Boladeras (1996) ubica al utilitarismo (orientación “pragmática”), la ética aristotélica (ética de la “vida buena”) y la moral universalista de Kant (ética del “imperativo categórico”) como los diferentes niveles que puede abordar la razón práctica. Así, muestra cómo la respuesta al interrogante ¿qué debo hacer? establecido por el paradigma ético a seguir, sugiere la existencia de más de una ética.

La importancia de la ética en la actualidad radica en lo que Dussel (2000) denomina el reto actual de la ética: detener el proceso destructivo de la vida. Este autor resalta la importancia de la ética afirmando que ella tiene que ver con la vida y la muerte de la humanidad en el sentido que, si no poseemos un criterio ético, se va a hacer de la vida algo que tienda al suicidio colectivo. Así, el deber ético cambiar las cosas parte de una ética de vida.

Como bien señala Moreno Ocampo (1993) cuando en nuestros países hablamos de ética, en realidad nos estamos refiriendo a la corrupción, término que sintetiza el principal malestar político de la América Latina de fin de siglo. Malestar político porque la exigencia de mayor “eticidad” está dirigida a la clase dirigente (políticos, empresarios, gremialistas, funcionarios) en el sentido de elite que conduce a los ciudadanos, le fija límite, define reglas y controla su aplicación.

Reisman (1981) traza una distinción que resulta fundamental para comprender las diferencias que existen entre los sistemas éticos. Dice el autor: en cualquier proceso social el observador puede distinguir un sistema mítico que expresa claramente todas las reglas y prohibiciones y un código práctico que dice a los ‘operadores’ cuándo, cómo y por quién pueden hacerse ciertas cosas prohibidas por las reglas.

Siguiendo este razonamiento vemos que existen dos sistemas normativos: uno que se supone que se aplica y que las elites alaban de la boca para afuera (normas míticas) y otro muy distinto que es el que se aplica en la realidad (código práctico). Los ciudadanos, funcionarios públicos o no, que actúan amparados por el código práctico saben que están violando las normas míticas y, por lo tanto, deben actuar discretamente. Así, quienes actúan de acuerdo a las normas míticas se encuadran dentro de la ética principista (o de la intención) mientras quienes orientan su conducta en función de los códigos prácticos adoptan la ética utilitarista (o de la responsabilidad). La primera enseña que los actos son buenos o malos según la intención, más allá de los resultados y la única cosa buena es la buena voluntad, mientras la ética utilitarista, por su parte, dice que el resultado es lo más importante sin detenerse en consideraciones valorativas. En palabras de Saltos Galarza (2000) en nuestras actuales sociedades la “ética del deber” entra en crisis frente al advenimiento de la “ética utilitarista” para dar origen al “posmoralismo light”.

Por ello es muy peligroso para la sociedad que, desde posiciones de poder, se proponga transformar las normas míticas en reglas prácticas. Así cuando en Argentina, el sindicalista Luis Barrionuevo aconsejó a los funcionarios que dejaran de robar por dos años y que él no consolidó una posición económica trabajando, está proponiendo lo que Lipovetsky (1998) llama la ética indolora y light, basada en la cultura individualista y el crepúsculo del deber, logrando con ello que la ética se convierta en un auxiliar eficaz de lo económico.

La organización del sistema judicial de cada país tiene mucha vinculación con la distancia entre los sistemas míticos y los códigos prácticos. Así en el modelo anglosajón las reglas se crean de acuerdo con las costumbres de la comunidad y, cuando los ciudadanos juzgan las violaciones, se produce un acercamiento muy estrecho entre normas míticas y reglas prácticas. En este modelo no se promulga la ley que no puede ser cumplida. En cambio, en nuestro modelo judicial, de origen europeo continental, el estudio de la ley implica el conocimiento de su historia, una interpretación gramatical, un análisis lógico, su armonía con otras normas, pero cuando los jueces actúan no se toma en cuenta la forma en que la sociedad utiliza esas reglas. Existe un importante ingrediente cultural que debilita al Estado: la lejanía de ley donde el estado comienza a debilitarse al no poder hacer efectivo lo que exige a través de sus leyes.

En América Latina, la gran distancia existente entre el sistema mítico y los códigos prácticos quedó plasmada cuando, en 1523, Hernán Cortés alzó sobre su cabeza (como signo de sumisión a la Corona) la Real Cédula y sentenció: se acata pero no se cumple. Así la organización basada en el poder y el interés individual antes que en las reglas y el bien público se extendió a lo largo de los siglos dando origen a la corrupción como práctica política habitual.

Para una civilización que deposita su confianza en el conocimiento de las reglas, es profundamente aterrador darse cuenta que esas reglas no es más que letra muerta y que es necesario aprender un conjunto de principios y prácticas totalmente diferentes para obtener resultados deseables. Frente a un caso de corrupción nos exaltamos y exigimos el castigo previsto por las normas míticas, sin advertir que para reducir la distancia que existe con los códigos prácticos hay que encontrar las razones y las claves de estos últimos o, llegado el caso, quitar el carácter clandestino de los códigos prácticos y aceptarlos abiertamente como parte del sistema mítico.

Es muy importante que al funcionario público se lo investigue, y aún castigue si corresponde, cuando tiene el poder. Antes del caso Lockheed, en los Estados Unidos se dio el caso Watergate, donde el presidente en ejercicio se vio obligado a dejar el poder. Aquí encontramos una diferencia con Argentina: aquí el gobierno que llega al poder indaga al que se fue. También este hábito puede encontrar su antecedente en una figura del antiguo derecho español, el juicio de residencia: cuando un Virrey finalizaba su mandato se lo investigaba y podía ser encarcelado. En Argentina la investigación retroactiva se convirtió en consecuencia natural de la derrota política.

Resulta imperativo que nuestras instituciones democráticas mejoren su funcionamiento a través del control y la participación ciudadana. En tal sentido, es importante tomar como ejemplo la democracia de los Estados Unidos en los casos Watergate y Lockheed. Pero también es importante no perder de vista cómo se desarrolló la historia del sistema político norteamericano: en su nacimiento independiente, los Estados Unidos eran un país económicamente subdesarrollado en relación con Inglaterra. Su prioridad, sin embargo, fue establecer una Constitución y cumplirla. Si bien esta no fue una decisión eminentemente económica, la seguridad institucional resultante generó el clima dentro del cual se generaría el desarrollo económico. Estos ejemplos sirven a Latinoamérica en tanto y en cuanto no se pierda de vista las particularidades históricas, sociales, políticas y económicas de nuestros países. Dejando de lado la tentación de traspolar automáticamente experiencias foráneas, es preferible intentar lo que Saltos Galarza (2000) denomina diálogo de saberes y culturas.

Cuando un pueblo jerarquiza al desarrollo económico por sobre otros intereses, acude a cualquier medio para lograrlo perdiendo credibilidad frente a aquellos otros países que podrían contribuir con su capital a su desarrollo. En una sociedad donde todo el mundo se preocupa excesivamente por el bienestar económico inmediato, nadie piensa en el conjunto ni en el largo plazo, de esta manera se obtiene como resultado lo que nadie desea: el fracaso económico de la sociedad como un todo.

La reputación de las instituciones republicanas depende no sólo de la aplicación objetiva de las leyes, sino de la conducta de los funcionarios, agentes y empleados públicos. Esta debe sustentarse en forma permanente en los principios éticos y morales en los que se basa la “vocación de servicio” para salvaguardar y evitar contrariar el interés público cuya protección, promoción y defensa les ha sido asignadas. No se trata de la protección en forma exclusiva del erario público sino, fundamentalmente, de la mentada “confianza pública”, de la seriedad y rectitud en el ejercicio o la realización de acciones en el marco de los deberes y responsabilidades del estado. Debe hacerse realidad el aforismo de Hegel: el Estado es la realidad de la idea moral.

No basta con que el funcionario público cumpla con la ley, es necesario que dé cuenta a la sociedad de sus actos, aún en el caso de que esta no lo exija. Además del concepto de legalidad, hoy se impone un neologismo: “accountability”, como nota esencial en el ejercicio de la función publica. La idea de imparcialidad en la gestión de los asuntos públicos implica, no sólo la apoliticidad de las decisiones administrativas, sino también se sustenta en la idea del imperativo moral en sentido kantiano, como bien lo expresa Boladeros (1996). Ya bien lo había señalado Montesquieu: la democracia se convierte en el peor de los regímenes si carece de lo que es probablemente su requisito básico: la virtud. 

Resulta conveniente distinguir entre principios éticos en el ejercicio de la función pública, de aquellas conductas que implican obligatoriedad de cumplimiento, en razón de que su inobservancia está penada por el ordenamiento jurídico, por lo que estas conductas se encuentran tipificadas ya sea como delitos o como faltas administrativas. En palabras del prócer argentino Mariano Moreno: no solamente se debe tratar de que los hombres sean buenos, sino de evitar que sean malos. Pero hoy es necesario ir más allá: el funcionario público es un agente moral, en virtud de que ejerce una actividad de manera permanente y habitual adscrita a órganos cuya finalidad es satisfacer las necesidades públicas. Este desempeño implica aspectos vocacionales, dominio de técnicas, desarrollo de conocimientos y formación de actitudes, todas en función del servicio público definido por el bien común.

El gobernante es responsable cuando da fundamentos de sus actos y muestra por qué son deseables. Esto es la reflexión ética y no sólo el pensar técnico o burocrático. Razonar en el plano de los valores significa utilizar premisas y no sólo hechos. El análisis de la eficacia de las políticas no alcanza, porque también se deben satisfacer criterios de valor. Tal como afirmaba David Hume, este delicado tránsito del ser al deber ser y viceversa, no es una deducción lógica o formal, sino una toma de posición. El deber ser tiene que ver con las convicciones, la conciencia y el compromiso social de los gobernantes.

La preocupación contemporánea por la cuestión ética no debe considerarse como meramente filosófica. El vacío ético en los gobiernos o en sus funcionarios se refleja en sus decisiones, en las políticas públicas. Ocurre cuando ellos eligen pensando en los beneficios de los grupos de interés, no en la población. La falta de ética no es una cuestión declarativa, sino que se manifiesta por una desviación de recursos públicos que es injusta y aumenta la desigualdad en la sociedad civil. Siguiendo las enseñanzas de Max Weber: el dilema consiste en que no hay ética en el mundo que pueda sustraerse al hecho que, para lograr fines buenos, deba recurrirse a medios moralmente dudosos.

Corrupción

¿Quién tiene mayor culpa:
el que peca por la paga o el que paga por pecar? - Sor Juana Inés de la Cruz

Una de las más completas definiciones de corrupción, es la que propone Saltos Galarza (1999) que la presenta como un sistema de comportamiento de una red en la que participan un agente (individual o social) con intereses particulares y con poder de influencia para garantizar condiciones de impunidad, a fin de lograr que un grupo investido de capacidad de decisión de funcionarios públicos o de personas particulares, realicen actos ilegítimos que violan los valores éticos de honradez, probidad y justicia y que pueden también ser actos ilícitos que violan normas legales, para obtener beneficios económicos o de posición política o social, en perjuicio del bien común.

Sin embargo, las encuestas internacionales más importantes como Transparency International, World Economic Forum, Gallup y KPMG utilizan el término “corrupción” como el uso del poder público para el beneficio privado (por ejemplo: sobornos a funcionarios públicos, retornos en licitaciones públicas, malversación de fondos públicos) centrándose únicamente en la visión económico-administrativa del fenómeno. Visión esta que se olvida que la corrupción es ante todo un problema ético y moral: violar valores positivos, en palabras de Saltos Galarza (1999).

Para entender la corrupción y sus consecuencias, así como para diseñar políticas de combate y prevención, López Presa (1998) afirma que no basta indagar los casos individuales que se presentan aquí y allá, y el carácter más o menos permisible de una u otra práctica, sino que se requiere además examinarla desde el punto de vista de la sociedad como un todo, tratando de identificar los elementos que influyen en su aparición y su desarrollo y, a la vez, precisar desde esta perspectiva sus efectos netos: a quiénes beneficia y a quiénes perjudica y sus costos implícitos.

Nuestros ciudadanos denotan un malestar que se refleja en señales de agotamiento de conductas históricamente complacientes hacia la corrupción de las elites dirigentes. La percepción de la corrupción por parte de la sociedad ha venido creciendo en los últimos tres años y se la identifica con la impunidad, la falta de justicia, y la traición al mandato popular. De acuerdo al National Democratic Institute (1996) la pérdida de sentido de la política como instrumento de cambio, la independencia creciente de la sociedad frente al estado percibido como ineficiente, prescindente y corrupto, convierte a la prensa en elegida por la gente para cubrir los espacios vacíos que dejan las instituciones, en especial los partidos políticos. Así al viejo adagio popular de roban pero hacen se lo dejó de lado por el nuevo: si no hacen, por lo menos que no roben.

Existe una creciente propagación de la corrupción en el interior de la administración pública que, como lo atestiguan numerosos ejemplos, no puede ser combatida únicamente con mecanismos de control suplementario. En América Latina aparece una creciente difusión de la corrupción en el sistema político, a menudo alimentada por un crecimiento clientelista de la administración pública, una creciente densidad regulativa y un avanzado grado de politización. En tal sentido, el resultado de la corrupción es la destrucción de la confianza en los funcionarios públicos, sobre todo cuando mezclan las funciones públicas con las privadas produciendo una grave lesión de los deberes y las responsabilidades como agentes públicos.

En muchos países, los empleados públicos se sienten comprometidos con los intereses particulares de quienes los han nombrado. Esto necesariamente lleva a un abuso de poder que se contradice con la vocación democrática y, en particular, con el principio de igualdad ante la ley. De ahí la importancia que reviste el status de empleado público, si se desea que su desempeño sea independiente de las coyunturas políticas cambiantes, arraigándolo al ejercicio de su cargo, fundamentado en sus conocimientos técnicos y aptitudes, de forma tal que su accionar posea la necesaria neutralidad ante los diversos intereses políticos y económicos, y se oriente por los principios elementales de ética que deben observar quienes actúan en la administración pública.

Democracia y el libre mercado son condiciones necesarias (más no suficientes) para luchar contra la corrupción. En las sociedades democráticas y libremercadistas modernas no alcanza sólo con definir las conductas de los funcionarios públicos. Es necesario crear una legislación y velar por el cumplimiento de las normas que rigen los conflictos de intereses, el enriquecimiento económico y los sobornos. De no ser así, se corre el riesgo de socavar las bases de las instituciones, vulnerables frente a la búsqueda de los beneficios personales. Un país que avanza sólo hacia la liberalización de su economía, sin implementar una reforma paralela del estado corre el riesgo de crear graves presiones sobre los funcionarios para participar en la nueva riqueza del sector privado.

En esta dirección los países latinoamericanos desde principios de los ´90 han realizado una gran cantidad de reformas, pero aún así no ha sido suficiente. La corrupción se previene con un adecuado ejercicio del principio de subsidiariedad estatal, que delegue poder en la sociedad civil a través de inteligentes y equitativas políticas de descentralización. El control público estatal será siempre insuficiente si paralelamente no resulta acompañado del control social. Cuanto más cercano se encuentre el acto administrativo del vecino, menos secreto, discresionalidad y falta de transparencia serán posibles en el ejercicio de la función pública.

Los argentinos hemos tomado conciencia que la corrupción impregnó todo el cuerpo social y se ha institucionalizado en él. Es más, se enraizó en nuestra cultura y muchas de sus prácticas ni siquiera son tipificadas como delitos, más bien consideradas como parte de nuestro “ser nacional” que permite transgredir en mayor o menor medida las disposiciones legales o asumir actitudes en beneficio propio, pero en perjuicio (mediato o inmediato, directo o indirecto, mayor o menor) de otros, o de todos.

Los escándalos de corrupción son una señal de que un país reconoce la diferencia entre lo público y lo privado. Algo que caracteriza a las sociedades democráticas modernas es la separación formal entre el Estado y la Sociedad. La preocupación de los ciudadanos por los sobornos que reciben los funcionarios públicos muestran que los ciudadanos y las autoridades de gobierno reconocen la existencia de normas que regulan las prácticas leales y la administración competente, y que éstas pueden ser violadas.

Tal como afirma Oppenheimer (2001) el cáncer de la corrupción está tan avanzado en las democracias emergentes de América Latina, que difícilmente podrá ser extirpado –o al menos detenido- sin medidas drásticas de ayuda por parte de Estados Unidos y Europa porque la corrupción no es únicamente un problema de distribución de recursos ilegalmente obtenidos. Su dinámica también tiene consecuencias que inciden en la eficiencia del Estado y en la competitividad de su economía. En un país que desea competir, desarrollando instituciones democráticas y de mercado, frente a poderosos rivales externos estos efectos distributivos y de eficiencia pueden tener consecuencias políticas si la corrupción a gran escala socava la legitimidad del gobierno.

Las relaciones de corrupción a nivel internacional son cada vez más complejas en la medida en que se mezclan los intereses privados legítimos, como son los de las empresas privadas, con otros intereses menos honorables: los intermediarios y los funcionarios públicos que “actúan” en nombre de los legítimos intereses públicos o bien como partes directamente interesadas en el intercambio delictivo. La multiplicación del comercio puede contribuir a la prosperidad mundial y al fuerte crecimiento de los países en desarrollo. Pero esta evolución económica se ubica en un contexto político y comercial doblemente insatisfactorio:

Por un lado, da origen a una verdadera “guerra económica” en la que los argumentos de venta no responden más que a las reglas del mercado: intercambio de contratos a cambio de corrupción (funcionarios) o fraude (ejecutivos);

Por otra parte, este intercambio corrupto internacional se desarrolla en un universo en el que el “estado de derecho” es más un enunciado que una realidad efectiva.

La internacionalización del comercio va acompañada por el aumento de los flujos monetarios y de los bancos en los que el secreto de las operaciones y el anonimato en las transacciones y los titulares de las cuentas constituyen la regla de oro y la ventaja comparativa más evidente. Así, el nuevo ordenamiento económico internacional está imponiendo la necesidad de un nuevo ordenamiento ético-jurídico. La economía de mercado, la privatización de las empresas públicas, la eliminación del proteccionismo y las prácticas monopólicas por parte del Estado, así como la disminución de los controles gubernamentales sobre la economía, configuran las líneas centrales de este proceso. Existen pocas dudas acerca de que las prácticas corruptas son disfuncionales para crear condiciones favorables al crecimiento económico, para atraer inversiones genuinas o para mejorar la calidad de vida de la población.

A diferencia de las empresas multinacionales en sus países de origen, que adoptaron Códigos de Etica por estar sometidas a una creciente presión para que su conducta en los negocios se rija según estas normas, la mayoría de las filiales latinoamericanas de esas empresas no contemplan el respeto a las reglas de conducta en sus negocios. Es más, muchas de ellas (si los tuvieran) estarían dispuestas a violarlos (en el afán de obtener mayores beneficios para sus accionistas. Tal fue el caso de IBM Argentina en su contrato multimillonario celebrado en 1995 con el Banco de la Nación conocido como “Proyecto Centenario”.

El índice de percepción de la corrupción que elabora Transparencia Internacional muestra que la corrupción no se percibe como una plaga confinada a los países en desarrollo. Muchos de los países emergentes tienen puntajes muy bajos y un número de países industrializados líderes tienen índices que enfatizan la seriedad del problema que deben enfrentar. Los gobiernos de los países centrales tienen la doble responsabilidad de “poner su casa en orden” y actuar para prevenir que sus corporaciones paguen sobornos alrededor del mundo. Esto quedó evidenciado con la firma del Tratado que condena las Prácticas Corruptas en el Extranjero (soborno transnacional) firmado el 27 de diciembre de 1997 por los 29 países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).

Sin embargo, no es suficiente un índice de percepción del problema de la corrupción. Sería conveniente también establecer un índice de la lucha contra la corrupción, valorar los resultados en esta causa; pues a menudo hay un manejo político de los resultados, como lúcidamente propone Saltos Galarza (1999).

Los países que están más cerca de los mercados mundiales se sitúan bajo una presión competitiva más intensa que los que están más distantes, de modo tal que las oportunidades para la corrupción son menores en los países centrales. Así quedó demostrado en un estudio econométrico elaborado por Di Tella (1994) que, mediante el uso de índices de corrupción de los ’80 y ’90, se preguntó como la competitividad de la economía afecta la posición de un país dentro de este índice de corrupción. A pesar de carecer de un indicador directo y confiable de competitividad, utilizó diversos sustitutos y encontró resultados coincidentes con la premisa que los países más competitivos deberían ser menos corruptos. Entre sus medidas de competitividad figuran ciertos factores bajo el control del estado, como las leyes antimonopolio (recientemente sancionada en nuestro país) mientras que otros, como la distancia de los mercados mundiales, no están sometidos al control estatal.

El modelo económico imperante en Latinoamérica se ha traducido en un crecimiento constante de la concentración financiera y la exclusión social, ha producido un debilitamiento progresivo y sistemático de la participación y el control ciudadano. Así ha quedado demostrado en el estudio del Banco Mundial (1997) que presenta evidencias concretas sobre el impacto negativo de la corrupción en la competitividad internacional. Una encuesta a 3.600 empresas de 69 países reveló que, para la mayoría de ellas, el problema no es sólo el soborno que debe pagarse, sino también el temor y la incertidumbre de tener que volver a pagar varias veces, a los mismos o a otros funcionarios. La corrupción tiene costos indeterminados y es un reflejo de la arbitrariedad de los funcionarios públicos.

La corrupción es, básicamente, una transacción clandestina. Salvo allí donde por ser ya sistemática, disfruta de un status casi oficial, de un "acuerdo no escrito” pero conocido y aceptado por todos. Este carácter secreto se contrapone con los intentos de medirla que se han llevado a cabo aquí y allá, ya sea por los laberintos de las persecuciones y de las condenas penales, ya sea a través de la prensa.

La extensión de la corrupción constituye un aspecto sobre el que no hay acuerdo. La discusión sobre este punto es prácticamente insoluble habida cuenta de la naturaleza misma del fenómeno. La extensión real o imaginaria de la corrupción es tanto una cuestión de percepción y de sensibilidad como de medida objetiva del fenómeno. Ante esta falta de seguridad, la discusión prácticamente no tiene salida: los optimistas insisten en el carácter coyuntural del fenómeno, sacando a relucir el gusto de los periodistas por el sensacionalismo y el exceso de celo de los jueces, a los que se suele tachar de radicales, sectarios y hasta de frustrados. Por el contrario, los pesimistas se declaran convencidos de que los hechos que salen a la luz no son sino la parte visible del iceberg. Sobre todo insisten en el hecho de que numerosos "affaires" sólo se han descubierto por azar o por circunstancias imprevistas. La corrupción que se conoce y se divulga no es más que una ínfima parte de la realidad.

Los mismos desacuerdos sobre la medición de la corrupción aparecen cuando se intenta una comparación internacional, o incluso una comparación de actitudes dentro de una misma Sociedad, pero entre grupos sociales diferentes. La sensibilidad de la opinión pública con respecto a la corrupción varía considerablemente de un país o de una cultura a otra. No sólo entre Europa y EEUU, entre África y Asia, sino dentro de conjuntos relativamente homogéneos como Europa occidental (sobre todo, entre países de cultura latina y católica, y países nórdicos y protestantes).

Variaciones de la misma amplitud se dan dentro de los sistemas políticos entre la opinión mayoritaria y las minorías sociales. Mientras que éstas últimas generalmente tienden a minimizar la extensión de la corrupción (con frecuencia después de haberla ignorado o negado), las opiniones públicas tienen una marcada propensión durante estos últimos años a exaltar su extensión. Los sondeos en Italia, Francia o Japón principalmente (pero no solamente), atestiguan que la gran mayoría de las personas entrevistadas (a veces más de 80%) están convencidas de que todos los políticos son corruptos. Por supuesto, cualquiera que sea la realidad de la corrupción, no hay nada que permita sostener seriamente semejante creencia.

Si el partido político, el generador de democracia por excelencia, se convierte en un organismo sospechado de ilegalidad que extrae sus recursos (sobre todo cuando es partido de gobierno) valiéndose de una posición hegemónica que le permite actuar como un profesional de la extorsión y que obtiene cantidades enormes de dinero para alimentar su acción política por medios ilegales, producirá un extraordinario efecto multiplicador de ilegalidad. Cuando la financiación ilegal es la primordial fuente de recursos de un partido político, el verdadero poder está en los centros de captación de estos fondos, en los espacios donde se practica de modo regular la actividad corrupta.

En Argentina, como afirma la consultora Gallup (1998), no sólo no se ha erradicado la corrupción, sino que nuevas y más sofisticadas formas son los temas cotidianos de la realidad a los que los ciudadanos acceden a través de los medios de comunicación. Esto ha derivado en la percepción de que corrupción es igual a dirigencia política.

La información puede ser una variable teórica clave para comprender cuándo y por qué se produce la corrupción. Dicho de otra manera, la corrupción lucra sobre la ignorancia y la incertidumbre popular. En tales condiciones, el problema del mandante (ciudadano) y el mandatario (funcionario) se exacerba. La corrupción es menos frecuente cuando existe amplia información respecto de qué están haciendo los funcionarios. En palabras de Klitgaard (1990), la falta de información (abundante ignorancia popular) es lo que caracteriza a muchos países en desarrollo.

Los ciudadanos tienen el derecho a conocer sobre todos los actos de gobierno de un modo transparente. La posibilidad de acceder a la información que posee el Estado es fundamental para que los ciudadanos e instituciones puedan contar con los insumos necesarios para decidir qué tipo de actividades desarrollar, opinar y ofrecer planteamientos respecto de las normas y decisiones que el Estado pretende implementar y controlar la gestión de las autoridades y funcionarios públicos.

Las encuestas y los sondeos de opinión que se han desarrollado en Argentina, en especial desde mediados de los ´90 hasta la fecha, ubican a los periodistas y a los medios de comunicación en los primeros niveles de credibilidad, mientras que la imagen de la dirigencia política se deteriora más y más. Es importante destacar que la sola sanción de leyes no puede ser la única respuesta frente a la corrupción. Ya que en la práctica puede haber una contradicción entre la actitud del ciudadano y la ley, de modo tal que la opinión puede definir un acto de corrupción de una manera distinta al texto legal. Como bien sostiene Eigen (1995) si esto sucede, si la opinión pública y las normas legales no guardan conformidad entre sí, es probable que los funcionarios actúen de conformidad con la opinión pública y violen la ley. Peor aún, es probable que no exista cooperación por parte del público para informar sobre supuestos negociados y colaborar en su investigación.

La corrupción no es sólo un problema de distribución de recursos ilegalmente obtenidos. Su dinámica, además de tener consecuencias en la eficiencia del Estado y en la competitividad de su economía, mata. En un país que compite desarrollando instituciones democráticas y de mercado frente a poderosos rivales externos, estos efectos distributivos y de eficiencia tienen consecuencias políticas si la corrupción a gran escala socava la legitimidad del gobierno. La frase la corrupción es hija natural de la relación adúltera entre el poder político y el poder económico queda al desnudo frente a la realidad social argentina reflejada por el INDEC (2000), según el cual el 10% de la población más rica se lleva el 36% del ingreso nacional y el 40% más pobre sólo accede al 15% de esa riqueza. En la última década, el 20% más pobre de la sociedad bajó su participación en el ingreso (del 1,6% al 1,4%) mientras que el 20% más rico la aumentó (del 34,6% al 39,1%).

La sociedad más informada es más democrática porque el poder está más distribuido. La restricción de la cantidad de información que circula en la sociedad favorece una mayor concentración de poder pasible de ser negociado. Ahora, ¿cómo se mejora la información que llega a la sociedad? ¿Cuáles son los canales que conectan a la sociedad con los funcionarios y con las personas relacionadas con ellos? Los medios de comunicación, la información oficial y la información emitida por los funcionarios y proveedores del estado. Las tres formas combinadas entre sí producen un tipo de información que retroalimenta la difusión del problema a cargo de los medios de comunicación.

Como sostiene Minc (1996) en la falta de transparencia tiene mucho que ver la mediocridad de la información social. Una información que está a mil leguas de la que prevalece en el ámbito económico. Los datos macroeconómicos nos asaltan sin cesar. En cambio, el ámbito social sigue siendo una incógnita: ni datos globales, ni conocimiento preciso de los sectores afectados, ni información exhaustiva sobre el conjunto del sistema. 

Para activar el poder de los ciudadanos, es necesaria una red que comunique entre sí a los receptores de la información. Sin ella, ese poder permanece inactivo y genera (como en el “dilema de los prisioneros”) la peor de las soluciones grupales: la inacción, que termina representándose como la única opción posible. Ese aislamiento de los millones de receptores es lo que impide la acción común. Hay millones de lectores de la misma noticia, pero todos están aislados. Así esta doble fragmentación pude contrarrestarse con el poder asociativo que tienen los ciudadanos a través de las organizaciones no gubernamentales y, por otro lado, son los mismos medios de comunicación masiva quienes pueden clarificar la información y acortar la brecha que existe entre los ciudadanos y sus representantes. Los medios de información son el escenario donde cobran vida y se discuten los problemas que interesan a la gente. Su obligación está en aprovechar sus ventajas y suplir sus carencias en beneficio del público. La función de los medios informativos en la lucha contra la corrupción resulta esencial para el desarrollo y fortalecimiento del “Estado de Derecho”

Conclusión

El peor error que podemos cometer es no hacer nada,
por pensar que es muy poco lo que podemos hacer. - Edmund Burke

La “crisis de fin de siglo” es una crisis política y económica pero, por sobre todas las demás, es una crisis moral que se traduce en la pérdida de sentido de la política como instrumento de cambio social. Importantes sectores de la población que están en situación de franco deterioro económico, cuando son consultados sobre qué es más importante hoy: ocuparse de la corrupción o bien ocuparse de los problemas económicos, priorizan ocuparse de aquélla porque vincula la problemática económica a la solución previa del tema de la corrupción.

A pesar de que en Latinoamérica existe escepticismo sobre la dirigencia (política y económica) y también sobre las posibilidades de cambio social, las preferencias electorales indican una búsqueda de líderes que ofrezcan credibilidad, sobre todo en temas relacionados con valores morales y éticos, con la justicia y con reglas de juego claras. Esto se traduce en demandas de justicia independiente y eficiente, honestidad y transparencia en la gestión, mejoras en los contenidos y calidad de la educación, y un cumplimiento efectivo del mandato popular con rendiciones de cuentas claras.

Resulta imperativo comprender que el tema de la corrupción está vinculado con el déficit de valores morales, con el poder del dinero, con el crimen organizado, con el narcotráfico, con la debilidad de los mecanismos de control, con la falta de rendición de cuentas de los funcionarios, con el presupuesto del Estado, con el financiamiento de la política pero, por sobre todo, está relacionado con la falta de compromiso ético ciudadano.

El ejercicio regular y sistemático de la transparencia no podrá consolidarse en un cambio cultural que, seguramente, no evolucionará lo suficientemente rápido y bien que se necesita si no se lo impulsa y motoriza a través de una serie de medidas que rompan con la inercia cultural y que permitan alterar (en el sentido deseado) las relaciones causales entre las variables organizacionales de interés. También será necesario transformar las actitudes de la ciudadanía para permitir ejercer un control responsable sobre la administración pública y orientar sus demandas y acciones de mayor eticidad hacia el Estado.

La corrupción en Latinoamérica tiene un denominador común que es el bajísimo nivel de compromiso ciudadano que caracteriza a nuestras sociedades. La gran batalla que hay que ganar es contra la apatía de nuestros ciudadanos. Como sostuvo Jorge Luis Borges al hablar del “argentino tipo”: a diferencia de los americanos del norte y de casi todos los europeos, el argentino no se identifica con el Estado, es un individuo no un ciudadano. El argentino percibe al Estado como algo impersonal, mientras que él solo concibe una relación personal. Si se puede ganar esa batalla, seguramente se ganarán todas las demás.

El punto no pasa por los falsos dilemas: instituciones versus prensa independiente; ni gobierno versus sociedad; ni estado versus mercado; ni política versus ética. Esta supuesta contradicción que impide combatir efectivamente a la corrupción se resuelve con otros paradigmas: instituciones más prensa independiente; gobierno más sociedad; estado más mercado y política más ética. Sólo estas sumas positivas pueden terminar con el “juego de suma cero” (o juego de “todos pierden”) en el cual la Latinoamérica aparece prisionera.

Si bien es necesario aumentar los controles y contra-controles institucionales, no se puede soslayar la necesidad de incentivar mecanismos de participación de la comunidad. Porque no hay Congreso, ni Auditoría General, ni Fiscalías, ni Defensor del Pueblo que sean suficientes para esta tarea, si al mismo tiempo no están acompañados por una sociedad civil que sea capaz de participar y comprometerse moralmente.

En la actualidad, para controlar la corrupción (o bien reducirla a su menor expresión) es necesaria la concurrencia simultánea de tres actores: las Empresas, el Estado y la Sociedad Civil unidos en un lugar común desde el cual expresen su pensamiento sobre el tema, muestren sus estrategias para controlarlos, y brinden información a los ciudadanos sobre acciones concretas desarrolladas en tal sentido.

Notas

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El autor es Licenciado en Administración Pública y en Ciencias Políticas. Postgraduado en Control y Gestión de Políticas Públicas.

Probidad (Organismo Internacional)

 


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