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25/12/2007 | Entonces, ¿qué? ¿lo matamos?

Oscar Elía Mañú

Matar, conquista social

 

Tras una nueva polémica desatada por las detenciones de médicos homicidas en clínicas abortistas de Barcelona, el lector ya conoce, aún por encima, los tres supuestos de la ley del aborto que partidarios de ampliarla y de mantenerla discuten hoy día: grave peligro para la salud física o psíquica de la madre; embarazo por violación denunciada; graves taras físicas o psíquicas para el feto. En cuanto al tiempo, es libre en el primero de los supuestos, doce primeras semanas en el segundo y veintidós en el tercero. En una sociedad politizada y partida por la mitad, la discusión vuelve a ser, de nuevo, encarnizada.

 

¿Se trata de un asunto moral, como se afirma habitualmente? ¿Se trata de un asunto de moral católica, como denuncian los proabortistas, los expertos en bioética? Reducir la pregunta por el origen de la vida a cuestiones morales implica el desconocimiento de las reglas mínimas de la moral, y aún del conocimiento científico. Si el aborto es la aniquilación de un ser humano, lo será independientemente de su carácter moral o inmoral. Durante siglos, filósofos y humanistas afirmaron el carácter moral de determinados comportamientos, la guerra o el regicidio, sin ni siquiera dudar por un momento que se trataba de matar seres humanos. La primera cuestión, la que pregunta acerca del carácter vivo o no del bebé muerto, es independiente de la calificación moral.

 

Razón por la cual el debate, lejos de ser moral, es aquí objeto de discusión racional, que unos y otros debieran responder: ¿Bajo qué criterio establecer el límite entre lo que es un ser humano y lo que no? ¿doce semanas?¿once?¿veinte?¿treinta? El progresismo elude la pregunta; parte de la derecha teme la respuesta. De manera inaudita, nuestras sociedades han elegido legislar acerca del origen de la vida, sin ni siquiera plantearse cuál es su génesis, ni qué criterio científico o racional se emplea al definir al ser humano: ¿a los dos meses?¿a los cinco? ¿A los siete? ¿Por qué?, preguntan espantados algunos; ¿Porqué no?, responden otros, enarbolando la bandera del feminismo.

 

¿Por qué no los ocho meses, se pregunta el ginecólogo pillado en el crimen? A los nueve meses, enseñan los antropólogos, la diferencia entre el niño y el cachorro es, a efectos de comportamiento, inapreciable. El bebé es, desde este punto de vista, sólo un hombre en potencia. También ellos se hacen la misma pregunta; ¿cuándo? De la incubadora a la trituradora, lo que a los cinco meses es un derecho, a los nueve es un crimen; lo que en julio es un crimen execrable, en mayo es un derecho, una conquista social. Cuando los devoradores de hombres acabaron con la vida de un feto de siete meses en marzo de 2004, su nombre pasó a engrosar la lista de víctimas del terror; de haberlo sido en una clínica de planificación familiar, su nombre habría sido borrado a toda prisa y olvidado para siempre en un contenedor de basura.

 

Lo peor de la ley del aborto, de nuevo en discusión, no es lo que dice, sino lo que presupone: Que el origen de la vida es relativo; relativo a la salud, relativo a su origen, relativo a su evolución. Bajo el ruido mediático e ideológico, se esconde algo sencillo; la discusión acerca de qué es lo que se considera superior a la vida misma, o lo que es lo mismo, en nombre de qué somos capaces de sacrificar la vida humana. Sopesando circunstancias distintas, la pregunta, en un determinado momento es siempre la misma: Cuando la madre ha sido violada, cuando se vislumbran anomalías en el feto, cuando los problemas psíquicos amenazan a la madre, un médico, un psiquiatra, la propia madre se hacen la pregunta definitiva; entonces ¿qué? ¿lo matamos?

 

Esta parece ser la certeza que se desprende de la última polémica en torno al aborto: En nuestras sociedades la vida ya no es el bien absoluto; es un bien relativo ya desde su origen. Hoy, en España y en occidente entero, no se discute sobre que es vida y qué no lo es, discusión justificada y aún razonable.  Tenebrosamente, quienes están dispuestos a ampliar la ley del aborto y quienes proponen mantenerla y hacerla cumplir, están de acuerdo en lo fundamental; la vida no tiene carácter absoluto, y defenderla o aniquilarla depende ya de las circunstancias que la rodean, en cada momento y en cada lugar.

 

Ahora bien, dependiendo de las circunstancias, nada garantiza que éstas no pueden cambiar con el tiempo, con la mayoría, con la superioridad electoral. Abierta la veda del no nacido, nada garantiza que la caza no se extienda hasta cualquier otro límite; ¿por qué no? Así, los progresistas más osados exigen añadir las dificultades económicas; La madre no tiene dinero, no tiene trabajo, es demasiado joven. Entonces, ¿lo matamos? no parece menos justificable que la muerte en nombre de los problemas psicológicos.  Supuesto tras supuesto, tener en cuenta los meses de gestación, la salud física de la madre, o su salud psíquica garantiza cumplir la ley. Pero el cumplimiento de la ley no exime que determinadas personas, en un determinado momento, entre informes, impresos y certificaciones, deban hacerse una determinada pregunta; entonces, ¿qué? ¿lo matamos?

 

Y cuando es el Estado el que garantiza este derecho, entonces no cabe duda; la sociedad asume el deber de matar al no nacido, y por tanto asume la responsabilidad de dotarse de mecanismos para la muerte. Quienes defienden el aborto libre y gratuito están defendiendo la constitución de un Estado que, entre sus obligaciones, esté la de aniquilar a aquellos fetos, que en determinadas circunstancias pueda ser provechoso aniquilar. ¿Provechoso para quién? No desde luego para el feto, ni para la vida que en el se encarna; son otras las consideraciones en virtud de las cuales éste puede ser elegido para desaparecer, y ni a una edad ni a otra estará ya a salvo. El Estado tiene la legitimidad y la legalidad para acabar con su vida, y más allá de eso posee el deber de hacerlo, de matar a algunos de los suyos si las circunstancias lo requieren; entonces ¿qué?, ¿lo matamos?

 

Morir, matar, ¿por qué no?

 

La sociedad moderna o postmoderna relativiza la vida en su comienzo. Pero el desprecio por la vida raramente afecta sólo a una de sus vertientes. No es posible sin hacerlo también desde el otro extremo; a la relativización del comienzo de la vida se une la relativización del final de ella. No sólo se somete a discusión la posibilidad de que el feto pueda no nacer; también la posibilidad de que el anciano, el enfermo o el desvalido puedan, o deban, morir.

 

En revistas especializadas, medios de comunicación y debates, los consentimientos informados, las voluntades anticipadas, la eutanasia, la eugenesia, el encarnizamiento terapéutico ocupan a expertos y profanos. Temas extensos, de extrema dificultad científica y ética, pero que dejan traslucir un hecho fundamental: Poco a poco, mantener la vida está dejando de ser la finalidad sagrada de la medicina; primero se relativiza, y después se intercambia por la muerte. De repente, se investiga, se debate, se discute y se legisla sobre la buena muerte, no sobre la buena vida; sobre la muerte digna, no sobre la dignidad humana.

 

Por comunidades autónomas y hospitales se multiplican los Comités de Bioética; se instaura un régimen necrológico, en el que alrededor de una mesa de café repleta de informes, los más inteligentes y preparados, repletos de títulos académicos, se hacen la pregunta definitiva que llevará al ser humano a un lado u otro de la línea final; entonces ¿qué?, ¿lo matamos?

 

¿Afirmación exagerada? Quizá. Pero no cambia el hecho de que hoy, en los hospitales, el último lugar en el que se debe luchar por la vida, se comienza a discutir sobre la muerte, ¡Qué simple es definir la medicina sólo por la lucha por la vida y por la salud!, afirman unos;!hoy las cosas son más complicadas que lo que marca la ética tradicional!, continúan los bioéticos, ¡la medicina ha cambiado, ya no vale la ética antigua!, reclaman los expertos; ¡hay que reunirse, compartir puntos de vista, llegar a un consenso!, continúan. Impulsados por la fuerza democrática, los Comités de Bioética se reúnen, elaboran documentos, llegan a conclusiones. Pero ninguno de ellos parece capaz de negar que, en el fondo, la última pregunta que, en sus manos, se deposita es la misma; entonces ¿qué?, ¿lo matamos?

 

Lo cierto es que la sanidad europea está girando tan rápidamente como le es posible hacia la muerte; la pregunta final ya no es como curar, sino como matar. ¡Escándalo!, ¿de veras? Hoy, la vida ha dejado de ser el valor máximo; no sufrir le adelanta de largo, tener una vida digna, lo que quiera que ello signifique, es mas valioso que tener vida, a secas. Una sociedad incapaz de aceptar el sufrimiento empuja a sus médicos a hacer cualquier cosa por impedirlo; y acabar con la vida es el instrumento más infalible para acabar con el sufrimiento.

 

Pero el sufrimiento no es algo físico sino moral; una vez relativizada la vida, las mismas preguntas que nos asaltan a propósito del aborto se repiten: ¿con qué derecho adjudicar el certificado oficial de sufrimiento? ¿Quién está capacitado para definir al que sufre y quién no? No basta con el sufrimiento; el paciente debe estar en plenas condiciones psicológicas para elegir sobre su vida, anuncian con seriedad los apologistas de la muerte. Ocultan que la relación entre sufrimiento y libertad es problemática; a menor sufrimiento mayor libertad para elegir, pero menos posibilidades de elegir la aniquilación. A mayor sufrimiento mayores ganas de exigir el autohomicidio, pero menor libertad respecto a ese mismo sufrimiento. Realidad evidente, tanto como el problemático papel que los psicólogos están llamados a jugar; a mayor estabilidad psicológica y emocional, menor necesidad de examen psicológico, y menores ansias de suicido.

 

Callejón sin salida; No todo es “Mar abierto”; ni todos los Sampedro buscan el autohomicidio ni todos los autohomicidas son Ramón Sanpedro. ¿Con qué derecho negar el suicidio asistido a quienes en plenitud de facultades físicas consideran que su vida es un infierno? ¿Cómo proclamar el derecho del tetrapléjico a que el Estado acabe con él y negar el mismo derecho al solitario desesperado por un mundo que le repugna profundamente?¿Por qué limitar el derecho a morir a determinados enfermos o enfermedades?

 

Respuesta; no se puede. El derecho a morir dignamente implica la democratización de la muerte; cualquiera, en cualquier momento, en cualquier circunstancia, podrá exigir al Estado que acabe con su vida. ¿Por qué no? Si cualquiera tiene derecho a morir dignamente, entonces es que el Estado tiene el deber de matar a sus propios ciudadanos. Y más allá de eso, el Estado decidirá a qué ciudadanos matar y a cuáles no.

 

Futuro de pesadilla, que esconde, además, una circunstancia oculta; al final, no serán otros que el Estado, las élites y categorías gobernantes, el Gobierno o los grupos de presión los que decidirán también en estas materias. El Estado, soberanía nacional mediante, no es el pueblo, ni la ciudadanía, ni la sociedad civil. Deriva de ellas tanto como se les opone; ahora también, decidirá según sus criterios sobre la vida y la muerte.

 

¡Sorpresa! Cada vez más en relación con los enfermos, los ancianos, los incapacitados, no se trata de vivir, sino de cómo morir. No se trata de cómo salvar vidas, sino como lograr la muerte. La pregunta por la vida ha dado paso a la pregunta por la muerte; ahora no es la vida humana la que es digna, sino la muerte. Y radicando la dignidad en la muerte,  

 

Conclusión; ¿unas sociedades para la muerte?

 

A principios del siglo XXI, la cultura de la muerte, ante la que alertaba Juan Pablo II, se impone de manera lenta pero segura. En relación con el comienzo de la vida, a nadie parece importar ya la pregunta fundamental a la hora de aniquilar la vida; ¿por qué? Quienes propugnan ampliar la ley, quienes afirman que es necesario hacerla cumplir, dan por bueno que, en determinados casos, no importa preguntarse sobre la vida humana, y que en cualquier caso, el homicidio es algo que se puede discutir en determinadas circunstancias.

 

Reconociendo este hecho, el Estado que garantiza el derecho al aborto se convierte a sí mismo en garantía de el; es decir, asume o asumirá el deber de instaurar los mecanismos necesarios para acabar con la vida del feto. Cuando Rodríguez Zapatero habla de derechos de las mujeres, cuando Manuel Chávez habla de proporcionar los mecanismos, un hecho salta a la vista; cada vez más el Estado se está ocupando, no de la vida, sino de la muerte de los suyos. Un Estado dedicado a la muerte.

 

En el otro extremo, no parecen estar las cosas mejor para aquellos cuya existencia contrarían las circunstancias sociales. En este caso, también la vida es relativa a otras realidades; no sufrir, no tener dolor, no morir “sin dignidad” son motivo suficiente para que alguien, en un determinado momento, se plantee la posibilidad de acabar con una vida humana; De nuevo se propone que el Estado tenga el deber de matar a los suyos; basta con que concurran determinadas circunstancias.

 

¿Advertencias pro-vida?¿profetismo catastrófico? En absoluto; lo que cada vez más define a la sociedad actual es que la vida no es el valor absoluto, y que en la jerarquía axiológica está cada vez más sustituida por el valor de la muerte. Sociedades que son cada vez más sociedades para la muerte, capaces de poner toda su inteligencia científica, jurídica e institucional al servicio de la aniquilación de seres humanos, en su origen o en su vejez.

 

¿Es viable una sociedad que hace de la muerte referente de progreso? Estas cuestiones ni se limitan a los desvelos de los grupos pro-vida ni a las campañas del feminismo. Una sociedad que relativiza la vida en su origen y en su final, está llamada a relativizarla, tarde o temprano, también en su parte intermedia. Si en sus dos extremos la vida es discutible, no hay motivo para que, tarde o temprano, pueda también discutirse en el intermedio. Si hay una tendencia que parece cada vez más clara en nuestras sociedades es la creciente relativización de la vida en nombre de otras consideraciones.

 

Cuando la vida se convierte en algo relativo, a nadie debería extrañar que en otros ámbitos, la defensa de la vida, la justicia ante el crimen, la persecución del asesino, la sociedad comience también a fallar estrepitosamente. Cuando se pierde el valor absoluto de la vida en sus extremos más débiles, no hay motivo para que también se pueda perder en otros aspectos, en otras circunstancias. Y entre éstas, la violencia política y el terrorismo no son aspectos menores; ante éste último, nunca como hasta ahora las sociedades occidentales han valorado tan poco la vida de los propios, hasta el punto de moverse entre la rendición y el apaciguamiento.

 

Y más allá de eso, un Estado que comienza a ponerse al servicio de la muerte, aún en los casos más extremos, estará llamado, tarde o temprano, a perder el respeto al primer y mayor derecho que los seres humanos arrebataron a su historia: el derecho a la vida. Éste ha sido el fundamento primero de las sociedades occidentales, sobre el que se fundan todos los demás. Un mismo Estado no puede proponerse a sí mismo el deber de matar a algunos, al principio y al final de la vida, sin que al final el resto se vean afectados.

 

Cuando las sociedades dejan de tener la vida como máximo y más alto referente, cuando se preocupan más por garantizar la muerte que por la vida, entran en una grave contradicción; la progresiva apología de la muerte para quienes aún no han nacido y quienes aún no han muerto va más allá del interés de sacerdotes, médicos o filósofos. Una sociedad para la muerte es una contradicción que ni siquiera la poderosa sociedad occidental podrá aguantar por mucho tiempo. Cuando ésta comienza a hacerse la pregunta entonces ¿qué? ¿lo matamos?, es que la decadencia es ya evidente. Queda por ver si irreversible.

Óscar Elía Mañú es Analista  del GEES en el Área de Pensamiento Político.

Grupo de Estudios Estratégicos (España)

 



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